Más poderosos que el presidente
Dick Cheney, al que se dedica ahora una película no fue el único hombre en la casa blanca que ha manejado los hilos a espaldas del gran público
Ayer se estrenó la película «El vicio del poder» que pretende desvelar cómo Dick Cheney maniobró tras las bambalinas durante tres décadas hasta alcanzar la vicepresidencia y convertirse en mentor y guía de George W. Bush
Ayer se estrenó en Madrid la película «El vicio del poder» que pretende desvelar como Dick Cheney, un burócrata de la política, maniobró tras las bambalinas durante tres décadas hasta alcanzar la vicepresidencia y convertirse en mentor y guía del errático presidente George W. Bush (2001/2009). Cheney fue durante esos años el hombre más poderoso del mundo porque tejió en torno a Bush hijo –considerado por historiadores y periodistas «el peor presidente de la historia estadounidense»– una red en la que controlaba todos los hilos del poder. El presidente George H. W. Bush, Bush padre, fallecido el pasado 30 de noviembre, le consideraba el principal responsable de los errores presidenciales: «Construyó su propio imperio, su propia Secretaría de Estado, que funcionaba en paralelo a la del presidente (...), al que inclinó hacia la “mano dura”; su servicio a la Casa Blanca fue deficiente (...) Tenía su propio imperio y marchó al son de su propio tambor. No se puede trabajar así. El presidente nunca debería tener que preocuparse por esto». y añade: «Se volvió una persona muy diferente al Cheney que yo conocí» como celador de los intereses de Reagan en el Senado y como secretario de Defensa durante su presidencia. (Frases entresacadas de «Destino y poder. La odisea americana de George Herbert Walker Bush», 1915, escrita por Jon Meacham, partiendo de sus entrevistas con Bush padre, de sus diarios y los de su esposa en su época en la Casa Blanca).
No contaba con una inteligencia superior, ni con una gran fortuna al servicio de sus ambiciones, ni era «el caballo blanco» de un poderoso lobby que apostara por él. Fue un político gris, trabajador y oportunista, impulsado de la mañana a la noche por una esposa lista y ambiciosa, Lynne Ann Vincent que, al parecer, amenazó con dejarle si no progresaba en su carrera política. Realmente, una maratón, culminado con ocho años de vicepresidencia junto a Bush hijo en los que no fue el poder en la sombra, sino el poder y la sombra. Hoy, a sus 78 años, es un hombre rico, pero sospechoso de haberse lucrado con la guerra que propició, de fraude en las cuentas de sus empresas por los servicios prestados en una guerra desencadenada a causa de «armas de destrucción masiva» que no existían, y haber permitido atrocidades y torturas para terminar un conflicto que aún colea 15 años después. Sospechas y acusaciones al margen, tendrá el epitafio histórico escrito por Bush padre: «Fue un “culo de hierro” partidario de las soluciones armadas, escudado tras personajes realmente duros que querían pelear por todo y emplear la fuerza para abrirnos camino en Oriente Próximo»
Pero hay otros consejeros que gozaron de enorme poder e influencia sin eclipsar o puentear a sus presidentes, aunque sus trayectorias no estén exentas de zona oscuras. Aquí mencionaremos a algunos de los más notables que desempeñaron su actividad tras la Segunda Guerra mundial. George C. Marshall, el «organizador de la victoria aliada», en palabras de Winston Churchill, fue jefe del Estado Mayor del Departamento de Guerra, donde lidió con la rivalidad entre Ejército y Marina, encarnadas en dos grandes jefes, Douglas MacArthur y el almirante Chester Nimitz y donde buscó a un jefe tan capaz y hábil como Eisenhower para dirigir la campaña de Europa. Pero hoy se recuerda más su papel en la Secretaría de Estado (1947/49) con Harry S. Truman. Su misión más celebrada fue el «Plan Marshall», que levantó Europa de la miseria provocada por la guerra y fortaleció los sistemas democráticos europeos, amenazados tanto por la postración posbélica como por la expansión de los partidos comunistas, al socaire del prestigio adquirido en la resistencia antinazi y del apoyo económico y armamentístico de la URSS. Dimitió porque chocó con el presidente respecto al reconocimiento estadounidense de Israel, advirtiendo su grave peligro para la estabilidad del Próximo Oriente.
Truman agradeció sus servicios con la Secretaría de Defensa (1950/51), en la que puso las bases de la OTAN. Durante la «Caza de brujas» de McCarthy fue acusado de «haber vendido China a los comunistas» y dimitió decepcionado por el distanciamiento presidencial, a cuyas órdenes había intervenido en aquel conflicto.
A Marshall le ocurrió lo contrario de a Cheney: el presidente metía la pata y el dimitía. También fue distinto el final: Cheney desapareció de la escena pública mientras Marshall, a los 71 años, desempeñó la presidencia de la Cruz Roja Internacional; no atesoró una fortuna, pero sí un inmenso prestigio: fue elegido «Hombre del año» del semanario «Time» en 1944 y en 1948, y Premio Nobel de la Paz en 1953. Uno de sus rivales en la Guerra Fría, Andrey Gromiko, ministro de Exteriores Soviético, escribió en sus memorias: «A Marshall le sentaba tan bien el chaqué de diplomático como el uniforme militar». A quien no le sentaba bien el chaqué era a John Foster Dulles (1953/59), que dirigió la política exterior del presidente Eisenhower. Era famoso por su experiencia internacional y por su anticomunismo («Terrorismo sin Dios», lo denominaba). En ese sentido, apoyó a Francia en la guerra de Indochina y para derrotar el Viet-Minh sugirió el empleo de dos bombas atómicas que París rechazó. En la conferencia de Ginebra, donde se firmó la paz, se negó a estrechar la mano de Chu Enlai, primer ministro chino.
Se movía con soltura en las sombras, sobre todo si se trataba de perjudicar a los comunistas. Por ejemplo, maniobró para derrocar a Mosaddegh, primer ministro de Irán, empeñado en la modernización y democratización del país, lo que desembocó en la monarquía absolutista del Sah.
Y movió hilos, armas y dinero en el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz, en Guatemala, acusado de introducir el comunismo en Centroamérica porque sus programas nacionalistas, modernizadores y democráticos perjudicaban los intereses de la United Fruit Company, de la que John F. Dulles había sido abogado y en cuyo consejo de administración se encontraba su hermano, Allen Dulles, al tiempo director de la CIA. En Egipto se le recuerda porque el presidente Nasser rechazó ser su títere y Washington le retiró los créditos para construir la presa de Assuan. Nasser buscó financiación en Moscú. La escalada continuó con la negativa de Eisenhower/ Dulles a vender armas a El Cairo, lo que culminó con el acercamiento de las repúblicas árabes a la URSS y el establecimiento de bases soviéticas en el Mediterráneo. Dicen que John F. Dulles fue un político típico de la Guerra Fría, pero hoy se le ve como un fanático peligroso cuyas iniciativas fueron tan contraproducentes como la mencionada de Egipto. Su «Teoría del dominó» fue escuchada por Australia, Nueva Zelanda, Pakistán, Filipinas y Tailandia que se adhirieron al Tratado de la Organización del Sudeste Asiático (SEATO) en 1954, dirigida contra China y la URSS. Sostenía que si los comunistas se imponían en Indochina el resto asiático, un país tras otro, seguirían el mismo camino, igual que las fichas del dominó se caen una a otra si, puestas en fila, se empuja la primera. Tal cosa no ocurrió pese a que Vietnam, Laos y Camboya tuvieron regímenes comunistas, pero la «Teoría del dominó» inspiró la guerra de Vietnam, uno de los conflictos más atroces del siglo XX.
Uno de los personajes más espectaculares de las relaciones exteriores de Estados Unidos fue el profesor Henry Kissinger, que manejó la Secretaría de Estado durante las presidencias de Richard Nixon y de Gerald Ford (1969/77). Cierto que abundan las sombras, como el golpe contra Salvador Allende en Chile y la complicidad con la represión en Argentina, pero en varios problemas se impuso su talante negociador e infinita capacidad para buscar soluciones: la paz de París, con la salida norteamericana del Sudeste Asiático (1973) o las negociaciones egipcio-israelíes del Sinaí, que cerrarían la Guerra del Yom-Kippur (1973) y desembocarían en los acuerdos Tel Aviv-El Cairo.
Y, sobre todo, la Diplomacia del ping-pong, que propició los primeros contactos entre Pekín y Washington después de un cuarto de siglo de enemistad, seguidos de la visita de Kissinger (en la foto con Nixon) a la capital china, preparatoria de la de Nixon, en 1972. Aquel despliegue de tenacidad fue denominada «diplomacia viajera» porque épocas hubo en las que el Kissinger vivió en un avión. A la larga, su gran fruto fue la Política de la Distensión que llevaría a la tanda de acuerdos nucleares de la década siguiente y, en último término, al final de la Guerra Fría.