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Michel Houellebecq remata la UE

El invierno literario arranca con la nueva novela del escritor: «Serotonina», que el 9 de enero, justo cinco días después de su lanzamiento en Francia, se publicará en España, y que es un retrato sin concesiones de la Europa actual.
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El invierno literario arranca con la nueva novela del escritor: «Serotonina», que el 9 de enero, justo cinco días después de su lanzamiento en Francia, se publicará en España, y que es un retrato sin concesiones de la Europa actual.
La decadencia de la Unión Europea ha evolucionado de manera paralela al deterioro físico de Michel Houellebecq. Cada una de sus decrepitudes corresponde a una arruga en su semblante. En 1994, cuando publicó «Ampliación del campo de batalla», Europa parecía un continente con futuro y el novelista presentaba el aseado aspecto de un ingeniero agrónomo. En 2015, con la publicación de «Sumisión», la UE ya era un territorio encaminado a su autofagotización y el escritor lucía el arraigado desaliño de un vagabundo. Existen dos clases de escritores: los que usan las palabras para contar historias y los que emplean la página en blanco para trazar la dolorosa anatomía de su sociedad. Houellebecq es un autor asquerosamente bueno –incluso en sus novelas erradas– al que le gusta infringir dolor. Este Sade moderno, egocéntrico y de pose amanerada, polémico y exhibicionista como un renovado Rimbaud, ha descubierto que a nuestro civilizado Occidente de hoy le gusta que le muestren a las bravas su propia podredumbre, la mierda de su declive. Y, como un cirujano cruel, se ensaña en darle ese detritus sin anestesia ni paliativos.
Cuando escribió «Plataforma» no denunciaba (solo) aquel turismo sexual con jovénes masajistas tailandesas, sino cómo el Viejo Continente se había olvidado de amar (en su acepción más física y tórrida). Y en «Sumisión», bajo el velo de una hipotética Francia islamista, un Eliseo con la bandera de la media luna que tanto escandalizó a los escandalizables, nos esputaba a la cara, con todo su hidalgo descaro, cómo los caucásicos del primer mundo estábamos tan corrompidos por el dinero y el bienestar queya éramos capaces hasta de pactar con la más humi-llante de las claudicaciones para mantener el tren de vida, vamos, el sueldazo, el chalé y la rubias, que era lo realmente escandaloso del libro y sobre lo que pocos incidieron.
Ahora Michel Houellebecq –no vamos a tildarle de «enfant terrible», que ya anda algo manido– retorna a los paseos habituales de su prosa con esta literatura/bisturí que se ha sacado de la manga, que poco sana, pero que enseña mucho, para hacer más visible lo que ya es imposible de enmascar, que el barco zozobra y que el ágil y veloz navío que era Europa pronto será como «La balsa de la Medusa» de Géricault, un gran cuadro sobre una gran tragedia.
«No hay que temerle a la felicidad: no existe», comentó alguna vez él, un hombre desconfiado con este sentimiento burgués al que ahora se llama amor y que solo sirve para hacer películas, en un arranque de posesión infernal, sinceridad o postureo, nunca se sabe bien con él. Quizá por eso ha titulado su próxima novela, que se publica el 9 de enero, «Serotonina», una sustancia conocida como la «hormona de la felicidad» y que es una de esas recetas que los psiquiatras, que han pasado de confiar en el diván para rendirse a la química, mandan a los pacientes para que remonten el trastorno de turno y regulen la agresividad, las emotividades varias y el humor, siempre tan incierto y volátil.
Efectos secundarios
Houellebecq es un tejedor fino, más de lino que de cardar lana, que no deja cosas al azar, igual que aquel Dios de Einstein. Si ha elegido esta sustancia no es por el bienestar que procuran sus resultados, sino por sus logrados efectos secundarios, que es donde está la radiografía transgresora y cínica del hombre contemporáneo. La serotonina circunvala la temida curva de las depresiones, pero sus matemáticas internas hunden a los individuos en un mar de náuseas, la desaparición de la libido y la impotencia, que son los males que aquejan a su protagonista, un tipo bautizado con el rimbombante y charlotiano nombre de Florent-Claude Labrouste, que viene a represantar, en su más adecuada proporción áurea, al ciudadano moderno: un tipo feliz que nada a complacencia entre la basura de su existencia.
El libro, que sale con una tirada de 320.000 ejemplares en España, narra el destructivo deambular de su protagonista desde Almería, de una gasolinera donde se topa con dos muchachas, hasta París para desembocar, todo camino es un río que fluye, como afirmaba uno, en una Normandía agitada por los disturbios de los agricultores, o sea, metida hasta el gañote las guerras de hoy, osea, la reclamación y la huelga. Houellebecq pasa de las costas soleadas de este Mediterráneo Meliá que nos han dejado el «Spain is different» de Fraga y las hoteleras para acabar metafóricamente donde nació la Europa actual, las Playas de Omaha, Juno y demás, que fue donde Estados Unidos conquistó Europa para liberarla de los nazis. De esa liberación del nacionalsocialismo salió el compromiso posterior de un continente común y unido para no volver a repetir aquellas lecciones del pasado. Houellebecq, que solo es elegante en la forma de la prosa, pero no en la manera de nombrar a las cosas, arremete contra todos los molinos de viento, como advierte una nota de prensa de Anagrama, su editorial: «Francia se hunde, la Unión Europea se hunde, la vida sin rumbo de Florent-Claude se hunde. El amor es una entelequia. El sexo es una catástrofe. La cultura –ni siquiera Proust o Thomas Mann– no es una tabla de salvación». A veces (aparte de los insultos de sus detractores), tildan al escritor de profeta pesimista, de augur capaz de ver los horizontes inmediatos de Europa. Lo peor de todo, si nos sujetamos al dicho de que la realidad supera a la ficción y a la vista de lo que está sucediendo, es que Michel Houellecbecq, al final, peque hasta de ser un optismista.