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Modelos de imperfección

»Modelos de un desfile de John Galliano en París haciendo tiempo
»Modelos de un desfile de John Galliano en París haciendo tiempolarazon

La reciente ganadora del Premio Anagrama de Ensayo, Patrícia Soley-Beltrán, analiza en «¡Divinas!» el complejo mundo de la moda.

«Yo quise ser modelo y deslumbrar, pero terminé deseando el último fogonazo, una salida catártica a una situación sin salida», escribe Patrícia Soley-Beltrán en la introducción a su estudio sobre las modelos, analizadas desde una posición en principio privilegiada de «insider» de esta glamourosa profesión. Lo que comenzó como una fantasía infantil que la autora enuncia como la pugna entre dos modelos de rol («no sabía si quería ser irresistiblemente seductora como Rita Hayworth, o aguda y penetrante como un intelectual francés», señala en su obra) acabó configurando su imaginario hasta pasar de modelo publicitaria a licenciada en historia cultural, especializada en la sociología del cuerpo. El resultado es el estudio cultural «¡Divinas! Modelos, poder y mentiras», una etnografía sobre las modelos, que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 2015.

Tras su paso por el modelaje, y de vuelta a la universidad, Patrícia Soley-Beltrán comprendió, siguiendo la ideología de genero de Judith Butler, «que no hay original, que la mujer-mujer en la que yo trataba de convertirme es un ideal que realmente no existe». Vivió fascinada en su juventud con el sueño del glamour como un atributo personal sin saber que la ropa primaba sobre la maniquí. Fue en las universidades de Aberdeen y Edimburgo (se licenció en Historia Cultural y se doctoró en Sociología del Género, respectivamente) donde aprendió a contextualizar sociológicamente lo que hasta entonces eran vivencias personales y a investigar sobre el cuerpo y su identidad y la construcción colectiva de la realidad social. Según sus palabras «cómo se constituye socialmente nuestro pensamiento y nuestra identidad», a través de la modelos y la consagración actual del culto al cuerpo en la cultura visual dominante y del nuevo orden sexual, conformado por la publicidad y el consumo, el cuerpo y la indumentaria, el erotismo y el hedonismo.

La primera distinción adecuada a su estudio del cuerpo fue diferenciar entre las modelos y su imagen. Entre estilo e identidad. Este culto al cuerpo no funciona como una dictadura represiva sino mediante la seducción y el consentimiento. «Es un régimen –escribe Patrícia Soley– que produce identidades, las rodea de un halo seductor y nos conquista para que deseemos adecuarnos a ellas». Además de la propia experiencia como modelo de la autora y numerosas entrevistas a compañeras de profesión, una parte esencial del ensayo trata de la historia de la maniquí en el complejo mundo de la moda desde la Revolución Francesa a la aparición de Marie Vernet, esposa del modista inglés Charles Worth, en 1895, como la primera maniquí que lucía modelos en los salones de la Maison Worth en París.

Fue imitada por las llamadas «maniquís mundanas», precursoras de las celebrities y actrices que lucen en la actualidad los modelos de los grandes modistos, anuncios andantes de los diseños de Poiret, Panquin, Chanel y Schiaparelli en las casas de moda. Un paso más allá fueron los desfiles de Lucile, a modo de espectáculos con fines comerciales, como los «Thé Dansant» y los «Fashion Play», espectáculos teatrales para el gran público donde las «showgirls» desfilaban con los trajes de los modistos en entornos aristocráticos, muy de moda entre 1890 y 1914. A partir de entonces, se puso de moda presentar las creaciones más extravagantes, destinados a la promoción más que a la producción, como en las actuales pasarelas. Estas maniquís, procedentes de la clase trabajadora, se comportaban con la altivez de las aristócratas pero eran consideradas poco respetables y se les obligaba a callar y mostrarse como máscaras. Coco Chanel justificaba los bajos sueldos porque consideraba que su belleza les permitía sobrevivir con la ayuda de amantes adinerados. La imagen de Gigi de Colette ilustra críticamente la situación de las maniquí de la Belle Époque.

La evolución de la imagen de la mujer en el siglo XX comenzó con la «flapper» de los felices años veinte. Joven, dinámica e independiente, con el pelo cortado a lo chico. Una nueva mujer que controlaba su propio destino se convirtió en el epítome de la chica moderna que representaron las actrices Clara Bow y Joan Crawford y la escritora Anita Loos.

Con el «prêt-à-porter», la estandarización de las tallas en los años 50 uniformizó los patrones corporales siguiendo la consigna de Elsa Schiaparelli: «No hay que adaptar nunca el vestido al cuerpo, sino que se debe entrenar el cuerpo para se adapte al vestido». Mientras Christian Dior lanzaba el «New Look» en 1947, representado por maniquís maduras, sofisticadas y cosmopolitas, Coco Chanel contraponía la Nueva Mujer, cuya mejor representante era ella misma: poses con la mano en el bolsillo, andar gatuno, con las caderas hacia adelante y hombros hacia atrás, típico de las maniquí que vestía con aires masculinos y representaba a la mujer independiente.

De la élite a las clases populares

Los años 60 con modelos extremadamente delgados como Twiggy, de aire andrógino, transformó de nuevo la industria de la moda poniendo de moda la juventud. Como escribe Patrícia Soley: «La creencia en la apariencia personal como fuente de cambio personal y movilidad de clase consiguió que la moda pasara de ser una ocupación de élite y las clases medias, a serlo de también de las clases populares». El cambio en la moda y los desfiles se debe a la creadora de la minifalda, Mary Quant, que exhibió sus colecciones a gran velocidad, haciendo que las modelos bailaran y dieran saltos en la pasarela. Fue entonces cuando el auge de las revistas de moda, las agencias y la sofisticación de la fotografía de moda amplificó la importancia de las modelos y el «prêt-à-porter». Pero no será hasta los años 70 cuando los astronómicos sueldos que cobraban las modelos se anuncien como parte de la campaña de promoción del producto, precedente del auge de las Top model de los años 80.

En «¡Divinas!», el glamour se revela como la liturgia del capitalismo y la estética de la modelo como «una identidad normativa de diseño, embajadora del neocolonialismo visual y otras formas de poder blando». La conclusión sería que «el lenguaje y el consumo de marcas no esconden, reprimen o expresan el ser “interior”, sino que lo producen», acorde con la ideología de genero. «En moda –escribe Patrícia Soley-Beltrán–, la identidad se presenta como un constructo del cual podemos formar parte con la condición de que aceptemos el mito trasformacional que la industria promueve». Industria, estructuras de poder, canones estéticos, vivencias personales y reflexiones a posteriori de un mundo fascinante y complejo... Todo ello se da cita en «¡Divinas!».