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Arte

Muere Fernando Botero, un artista siempre a contracorriente

El artista, uno de los más famosos de su país, Colombia, ha fallecido a los 91 años de edad

Cuando a Fernando Botero le preguntaban sobre el alcance mundial de su obra, no solía andarse con rodeos: “Soy Fernando Botero, el pintor vivo que más exposiciones ha hecho en el mundo. Nadie ha hecho lo que yo he hecho en pintura”. Y podría haber añadido, para terminar de decorar su figura, que, durante las últimas décadas, ha sido el artista latinoamericano vivo más cotizado del planeta y, sin duda alguna, el máximo exponente del arte colombiano. De ahí que su fallecimiento a los 91 años de edad suponga la desaparición no solo de uno de los grandes artistas del último siglo, sino de una de las últimas y escasas personalidades instaladas en el imaginario social. Todos reconocen un Botero nada más verlo -no necesitan para ello ser expertos en arte-. Su particular estilo constituye ya una parte inextirpable de la cultura popular contemporánea.

¿Y en qué consiste este estilo al mismo tiempo tan personal y tan universal? La seña de identidad de un Botero -aquello que lo torna inconfundible- es el carácter volumétrico de sus figuras. La manera en que este pintor, dibujante y escultor mira la realidad no es con la intención de exaltar la gordura -como equivocadamente se ha supuesto miles de veces-, sino con la intención de celebrar el volumen y, por ende, la materia. Botero no pinta gordos; antes bien, expande la corporeidad de las figuras para extraer de ellas toda su sensualidad.

Para Botero, la exaltación del volumen ha sido su estrategia para declararse en rebeldía e ir a contracorriente de los dictados del arte contemporáneo. Cuando, en la década de 1950, comenzó a pintar, evitó su adscripción a cualquiera de los “ismos” hegemónicos y optó por una figuración “mágica” que estaba huérfana de cualquier favor crítico. El artista colombiano se estableció como una isla en medio de todopoderoso Expresionismo Abstracto, del emergente Pop Art o de los radicales conceptualismos. Ya no se trataba de que apostara por un lenguaje figurativo alejado de las nuevas tendencias, sino que, además, dicha figuración solo constituía una excusa para trabajar el volumen.

Botero era consciente de que, en la pintura contemporánea, el volumen constituía un tabú. Y, habida cuenta de que, para él, la naturaleza de un artista siempre ha de ser la de estar en desacuerdo, su apuesta por el volumen se convirtió en una forma de disidencia, de transgresión de todos los imperativos históricos que aherrojaban a la pintura. Conforme los cuerpos de las figuras crecían, el espacio entre ellas disminuía y el aire y los vacíos terminaban por desaparecer. El espacio pasa a operar como un contenedor opresivo, insuficiente, en el que las masas corporales presionan las unas contra las otras con tal de entrar en cuadro. Incluso los objetos de sus naturalezas muertas -platos, vasos, cualquier alimento- son filtrados por ese tamiz agigantador de su mirada.

La condición paradójica de la obra de Botero es que, arremetiendo siempre contra el academicismo, no dejó de homenajear a los maestros antiguos. Sus versiones de obras de Leonardo, Van Eyck, Velázquez, Mantegna etc. hacen de él de uno de los principales ejemplos de la interpretación libérrima del pasado tan característica del pensamiento posmoderno. Para Botero, la historia del arte constituía una materia dúctil que su estilo podía modelar a su antojo. En sus piezas inspiradas en maestros del pasado, hay traición y respeto al mismo tiempo, parodia y gravedad.

Estos “homenajes” podían ser directos -cuando traducían a su lenguaje de cuerpos expandidos obras concretas de los artistas de otros periodos- o indirectos -mediante citas específicas o interpretaciones muy laxas de determinadas composiciones-. Botero era un estudioso concienzudo de la historia del arte. En sus obras de temática religiosa, en la desnudos y costumbres sexuales, los retratos de personalidades políticas o las escenas protagonizadas por gente común real o imaginaria, la impronta de los maestros del pasado es patente. No es inexacto decir que Fernando Botero fue un devoto profanador del pasado. Lo amó con misma pasión que lo traicionó. Y fue en esta tensión indisoluble en donde el artista colombiano cimentó su desacuerdo con las grandes corrientes del arte contemporáneo y, en definitiva, en donde plantó la semilla fértil de un estilo apabullante que derribó fronteras y culturas.

OBRA POLÍTICA

Durante los últimos años de trayectoria, Botero se adentró también en el arte de denuncia política. Y, en lo que a esto respecta, una de las series más impactantes y aplaudidas fue la de “Las torturas de Abu Ghrabi” (2005). Compuesta por más de 70 lienzos, este ciclo critica abiertamente la violencia del gobierno estadounidense en Irak. Para elaborar estas obras, Botero volvió una vez más a los maestros del pasado: esta vez, a “Los desastres de la guerra”, de Goya.