Eschenbach, casi redondo
Crítica de Ópera / Ciclo Ibermúsica. «Phaeton», de D.C. Rouse, Sinfonía nº. 8 «Inconclusa», de Schubert. «Sinfonía nº 1», de Brahms. Orquesta Sinfónica Nacional de Washington D.C. Dir.: Christoph Eschenbach. Auditorio Nacional de Música, Madrid, 10-II-2016.
El germano Christoph Eschenbach (Breslau, hoy Wroklaw, 1940) ha centrado buena parte de su carrera como director en América: Sinfónica de Houston de 1988 a 1999 –con nombramiento posterior de Director Laureado–, Festival de Ravinia, Illinois, entre 1994 y 2005, y desde luego Orquesta de Filadelfia, de 2003 a 2008. Esta última titularidad, que se preveía como un maridaje artístico importante, desembocó en renuncia anticipada del artista por sus difíciles relaciones con los músicos (y con la crítica, muy importante), lo cual no fue óbice para que Eschenbach legara éxitos concertísticos y discográficos señeros; entre los primeros, las actuaciones para Alfonso Aijón e Ibermúsica de febrero de 2009, ya como director invitado de Filadelfia, y en donde se escuchó una inmejorable «Sinfonía de Cámara nº. 1» de Schönberg y un acompañamiento memorable a Leonidas Kavakos en el «Concierto de violín» de Sibelius. La trayectoria americana de Eschenbach persiste ahora con la Sinfónica Nacional de Washington, de la que es titular, y la dirección artística del Kennedy Center. La formación tiene un sonido tan rotundo como claro –virtudes estas que siempre han acompañado a Eschenbach–, y el director insiste, como en sus anteriores orquestas, en la excelente colocación antifonal de violines primeros y segundos, y la ubicación a la izquierda, sobre un estrado, de los ocho magníficos contrabajistas.
La velada se abrió con «Phaeton», de Christopher Rouse (Baltimore, 1949), un poema sinfónico dedicado a los astronautas muertos en el accidente del Challenger de 1986. La pieza, breve pero impactante, fue estrenada por Ricardo Muti, precisamente en Filadelfia, en enero de 1987, y ese mismo año Eschenbach la llevó al disco con la Orquesta de Houston. El resultado es una música algo repetitiva pero visualmente espectacular, donde lo más llamativo puede ser el uso del gigantesco martillo («inventado» por Mahler para su «6ª Sinfonía») y de la no menos enorme carraca, instrumentos ambos que retumban al final de la obra. Podría decirse que a la composición le falta ritmo y le sobra rima.
Ese sonido profundo que Eschenbach busca hizo especialmente evocadores los dos movimientos de la «Sinfonía en si menor» de Schubert, quizá lo mejor del concierto, anticipando los matices con un gesto claro. El sentido del ritmo mantenido y la contención del gesto podrían parecer muy adecuados para el clasicismo latente de la Primera Sinfonía brahmsiana, pero acaso el resultado final estuvo falto de tensión y de brío. Toda esa energía pareció reservada para la propina, una versión alegre y casi bailable de la habitual «Danza húngara nº. 1 en sol menor» de Brahms.