El ocaso de la ópera
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Wagner no sólo redactó sus libretos para que sirviesen mejor a su música y proyecto, sino que escribió libros con su filosofía sobre el drama total y logró un teatro donde representar sus historias y su música. Algunos lo olvidan. La leyenda de la Tetralogía es para ellos simplemente un cuento. El Walhalla no es un castillo sino una tarta que Wotan lleva en sus manos cual camarero. El oso del bosque que ha de atemorizar a Mime es un muñeco de peluche que acarrea Sigfrido en sus brazos. A Brunhilda no la separa el fuego del resto de los mortales, sino un patio de butacas, un último acto de la tercera jornada se resuelve entre tres telones arrugados con pobre iluminación... ¿Por qué no ridiculizar –infantilizar, dicen los registas– no sólo la escena sino también la música y hacer que «El entierro de Sigfrido» suene en el foso orquestal como una melodía polifónica descargada en un móvil de ultima generación? Dado que entramos en plenas vacaciones, me van a permitir que recurra a la insoportable levedad del ser y les traiga a la memoria una anécdota de la sin par Teresa Berganza. En cierta ocasión el maestro Charles McKerras quiso que ella cantase Rossini como él deseaba y lo justificó asegurándola que era cómo lo quería el compositor. Ella, siempre imaginativa y rápida, le respondió que había cenado la noche anterior con Rossini y le había confirmado que había de cantarse como ella lo hacía. Pues bien, alguien le comentó hace años a Richard Wagner los hechos anteriormente mencionados y él respondió con una nota que no me resisto a trasladarles y que reza como sigue: «Beckmesser, mi ex jefe de policía luego convertido en hábil anotador en una pizarra de los fallos de los aspirantes a entrar en la cofradía de los Maestros Cantores, más tarde perspicaz comentarista de los aconteceres musicales en los siglos XX y XXI y que sigue siendo tan perverso como cuando le deje en Nuremberg, me animó a salir de mi tumba para ver uno de los Anillos que se representan por el mundo. Yo me desesperaba para conseguir que Ludwig me diera fondos para estrenar mis operas. Me dicen que esos tres telones arrugados en los que se desarrollaba el final de la tercera jornada, un oso de peluche y unas cuantas sillas han costado tres millones de euros. De verdad me hubiese gustado ver incendiado tal Walhalla». ¿Qué diría de saber que sus caballeros de «Lohengrin» se han convertido en ratas o que sus maestros se hayan pasado del canto a la pintura, que los aprendices salgan en calzones con latas en la cabeza y que le arrojen zapatos a Beckmesser? Y que estas cosas las firmen sus descendientes... Atentos a lo que Uwe Eric Laufenberg pueda proponer para «Parsifal» pasado mañana en Bayreuth.