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Oeste, bailando con (menos) lobos

«La tierra llora», del historiador Peter Cozzens, que ganó el Gilder Lehrman Prize for Military History, describe con objetividad la historia real que hay detrás de las llamadas «guerras indias» y rompe de una vez con la infinidad de estereotipos difundidos hasta la saciedad por el cine.
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  • Nacido el 29 de junio de 1956 en Madrid. Casado, cuatro hijos. Licenciado en Periodismo por la Facultad de Ciencias de la Información, Universidad Complutense de Madrid. Comenzó a trabajar en 1974 en el diario ABC. Fue jefe de Reportajes de la revista Época y director de la revista La Linterna. Forma parte del equipo fundacional de LA RAZÓN. Es autor de dos libros de investigación sobre la Guerra Civil ("El Crimen que desató la Guerra Civil" y "La historia oculta del PSOE en la Guerra Civil") y de un libro de recopilación de reportajes ("Viajes desaconsejables). Es patrón de yate.

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«La tierra llora», del historiador Peter Cozzens, que ganó el Gilder Lehrman Prize for Military History, describe con objetividad la historia real que hay detrás de las llamadas «guerras indias» y rompe de una vez con la infinidad de estereotipos difundidos hasta la saciedad por el cine.
Conviene tener presente estas cifras: en 1820, la población de los Estados Unidos era, groso modo, de diez millones de habitantes; en 1890, el censo contaba 63 millones. Solo la emigración de origen alemana había aportado seis millones de nuevos ciudadanos, por delante de los cinco millones de emigrantes irlandeses o de los cuatro millones de italianos. Frente a esta realidad inexorable, los indios de las praderas apenas sumaban 75.000 individuos, y los nativos que se incorporaron con la anexión de los antiguos territorios virreinales de California, Nuevo México, Arizona y Texas se calculan en unos 150.000. No tenían, pues, posibilidad alguna de resistir la acometida blanca y, sin embargo, muchos de ellos lucharon contra toda esperanza para defender sus territorios de caza. No se enfrentaron solo a los blancos. Siglos de guerras internas habían conformado un mosaico de tribus hostiles entre sí, que cultivaban unos odios inextinguibles. Como se lamentaba un jefe sioux ante el general Hancock: «Tú has dividido mi tierra y eso a mí no me gusta. Estas tierras antes pertenecieron a los kiowas y a los crows, pero nosotros expulsamos a esos pueblos fuera de ellas, y ahí actuamos igual que los blancos cuando quieren la tierra de los indios». Sí. Todos ellos habían sido víctimas y verdugos.
Las grandes praderas
Como en la Europa del imperio romano, siempre surgía en el este, más allá del limes, una nueva tribu que pugnaba por las tierras de abundancia del Oeste. Así, empujados por los colonos blancos y por otras tribus, llegaron, desde sus bosques en los apalaches, los sioux, los cheyennes y los arapahoes a las grandes praderas. Allí conocieron el caballo, traído desde el sur, desde las tierras de leyenda que ocupaban los españoles. Y se hicieron cazadores de búfalos y expulsaron a los crows y a los pawnes, y luego a los kiowas, hacia las llanuras bajas.
Golpes de mano sobre campamentos descuidados; matanza ritual de mujeres y niños que precedía al saqueo de las manadas de ponys del enemigo. Combates de ida y vuelta, sin vencedores ni vencidos, en un círculo vicioso de sangre. «Bailando con lobos», pero sin un Kevin Costner que obrara el milagro de los rifles de repetición. Y así, cuando la avalancha de los blancos hacia el Oeste se hizo imparable, no hubo destacamento militar estadounidense que no contara entre sus filas a los enemigos mortales de las tribu rebelde en cuestión. Los mejores, según desde el lado que se mire, fueron los crows. Pero en odio al sioux, sobre todo al lakota, también destacaban los osage. En realidad, nada que no hubieramos visto ya los españoles en las tierras del norte, asoladas periódicamente por los apaches y por los comanches. Casi tres siglos de pugna en la frontera, con las tropas virreinales –los «dragones de cuera»– y los aliados ópatas y pimas persiguiendo las partidas de «indios salvajes». También los españoles, como luego harían los estadounidenses, firmaron tratados, levantaron fuertes –«presidios», según el término castellano–, sobornaron a las partidas guerreras para conseguir treguas, enviaron misioneros y, cuando no había más remedio, costosas expediciones de castigo. El México independiente heredó el problema, pero, pronto se quedó sin dinero para los rescates y, lo que es peor, la mayoría de los aliados indios habían luchado por el Rey o, como los yaquis –a los que el Gobierno mexicano deportó al Yucatán en 1910 para quedarse con sus tierras–, habían preferido quedarse al margen de la guerra de Independencia.
Cuando los gringos se anexionaron medio México (tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848), he-redaron su cuota de apaches. Gente dura, ya decimos, para quienes los blancos no guardaban misterio alguno. Solo Cochise, apache chiricagua, entendió el problema. Pero su escasos medios no le permitieron llevar a cabo la necesaria limpieza étnica de colonos blancos -granjeros, ganaderos y buscadores de oro. Aún así, mató varios centenares y mantuvo en jaque a la Caballería. Fue una guerra cruel, marcada por la matanza de mujeres y niños apaches aravaipas en Camp Grant, a manos de una cuadrilla de vecinos de Tucson. En realidad, matanzas hubo muchas por todas las zonas en disputa, pero batallas muy pocas. Guerra de guerrillas, de emboscadas y largas persecuciones, con los indios lastrados por la responsabilidad de defender a sus familias. Pero no sólo la enorme extensión del terreno a batir excusa las dificultades del Ejército: la presiones políticas sobre Washington, con lobbys humanitarios que defendían los derechos de los indios, sin mucho éxito; la reducción al mínimo de las fuerzas militares tras la guerra de Secesión –que costó 800.000 muertos entre los dos bandos–, la mala calidad de la tropa, borrachos y violadores –Custer se quedó con la hija adolescente del jefe Pequeña Roca para que le sirviera de concubina–, y la legendaria habilidad como jinetes de los indios explican lo inexplicable.
El final llegó, como había profetizado el senador Henderson, con la extinción del búfalo. En tres años, (1872/1875), los cazadores blancos de pieles mataron tres millones de ejemplares, despoblando de animales Arkansas y el suroeste de Kansas. Como dijo el general Sheridan a los legisladores de Texas que pretendían salvar al búfalo, y nos sirve de colorario, «los cazadores de pieles han hecho más para zanjar el problema indio en dos años que lo que ha hecho el Ejército en treinta. En aras de una paz duradera, déjemos que despellejen búfalos hasta el exterminio». Pero, también, con el rifle de repetición.
Rifles que hablan mucho
El 2 de agosto de 1867, desde una colina, el jefe Nube Roja, uno de los pocos líderes indios que entendió que lo que estaba en juego era, simplemente, la extinción de su modo de vida, observaba a sus guerreros aproximarse al círculo de carromatos. Dentro, los cuatro leñadores civiles de Fort Kerarny, en la ruta Bozeman, y los 28 soldados de infantería que les servían de escolta. Los más veteranos se habían atado los cordones de los zapatos a un pie y al gatillo del rifle. La idea era pegarse un tiro en la cabeza antes de caer prisioneros de los cheyenes, expertos como pocos en el arte de la tortura. El jefe del ataque, Caballo Loco, perdió el control de sus hombres nada más comenzar la escaramuza. Doscientos guerreros decidieron que era mejor capturar primero la recua de mulas. El resto, otros doscientos indios, se acercó a los carromatos, inclinados en el costado derecho de sus ponys para resguardarse. La táctica era simple: aguantar la primera descarga y aguardar a que los soldados tuviera que recargar sus rifles para lanzarse, raudos, sobre el objetivo. Sentados en sus caballos, los guerreros esperaban a que los soldados sacaran las baquetas para la recarga. Pero no fue así: el Ejército de los Estados Unidos acababa de estrenar sus nuevos rifles de carga rápida. Los indios, sorprendidos, se lanzaron tres veces al ataque, pero sin entusiasmo. La aversión a sufrir muchas bajas era proverbial en unas tribus siempre escasas de hombres. Aún así, mataron a un teniente que asomó la cabeza, a seis soldados e hirieron a otros cuatro, la mayoría por disparos de los francotiradores cheyenes. Los indios sufrieron doce muertos y treinta heridos. Cuando se retiraban, se oyó musitar a Nube Roja: «rifles que hablan mucho». Si la vida nómada en la pradera, en las sierras, y en los desiertos se extinguió, los indios, llevados a las reservas, no. Y así los descendientes de los romanos pueden añorar y reivindicar a los viejos antepasados de Numancia y de Viriato. Porque, en realidad, de eso trata el libro de Peter Cozzens: de nuestros ensueños de infancia.
Si hay un fenómeno de la historia de los Estados Unidos que se ha explotado hasta la saciedad en la cultura popular occidental, este ha sido la conquista del Oeste y el conflicto con las tribus de nativos que lo habitaban, denominado como las Guerras Indias. De una demonización del indio o nativo norteamericano, el péndulo basculó a partir de la década de 1970 a su santificación, y a menudo se echan en falta visiones más ecuánimes, capaces de superar ese maniqueísmo de buenos y malos. Y eso es algo que Peter Cozzens consigue con «La tierra llora». La amarga historia de las Guerras Indias por la conquista del Oeste», una narración apasionante merecedora del prestigioso Gilder Lehrman Prize for Military History y que ha sido elogiado por Booklist como «un maravilloso trabajo de comprensión y compasión».
«Hostiles», el «western» más violento
El libro «La tierra llora», del historiador militar estadounidense Peter Cozzen, y la película, «Hostiles», de Scoot Cooper, que se estrenará a lo largo de 2018, traen de nuevo al imaginario occidental la vida salvaje en las praderas del Oeste norteamericano y su inevitable final. Tanto en el riguroso texto de Cozzen, como en el inverosímil guión de Cooper, se apunta una parte de la realidad de las llamadas «guerras indias» que la últimas corrientes historiográficas han solido dejar de lado: que la violencia genocida no solo anidaba entre los blancos sedientos de nuevas tierras, sino que fue una constante en el devenir de unas tribus que se juraban odio eterno. La cinta de Scoot Cooper, que cuenta con la participación de los actores Christian Bale, Rosamund Pike y el actor cherokee Wes Studi, llega con el membrete de ser el «Western» más violento que se ha rodado en los últimos años. Después de la desmitificación de los pistoleros que comenzó Clint Eastwood con «Sin perdón», parece que se ha iniciado la revisitación de la llamada última frontera, la tierra salvaje que conquistaron los colonos que viajaron a Estados Unidos, con ayuda del ejército. Después de una larga ausencia en las pantallas (demolidas por aquella famosa «Soldado azul») parece que vuelven a las salas de cine las películas de indios y vaqueros.