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¿Por qué el Estado Islámico destruiría la Alhambra?

Los terroristas sueñan con conquistar Al-Ándalus. Pero, ¿respetan esa civilización? Su manera de actuar demuestra su radical intolerancia con esa cultura y que acabarán con cualquier imagen, como las que hay junto al Patio de los Leones
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Los terroristas sueñan con conquistar Al-Ándalus. Pero, ¿respetan esa civilización? Su manera de actuar demuestra su radical intolerancia con esa cultura y que acabarán con cualquier imagen, como las que hay junto al Patio de los Leones
La historia nos enseña que la relación que tiene el islam con las imágenes, aun hoy, es tan paradójica y controvertida como lo era la del cristianismo de la época en la que precisamente emergió el islam. Puede que hoy ésta sea la religión anicónica por excelencia entre los grandes monoteísmos, pero comparte el debate de la aversión por las imágenes con las otras dos grandes religiones del libro. Es revelador pensar, cuando contemplamos la enorme belleza de las figuraciones de la Sala de los Reyes de la Alhambra de Granada o las miniaturas de los manuscritos persas, que pueda existir una deriva tan exacerbada del iconoclasmo islámico en nuestros días como la que revelan las tremendas escenas de la voladura de los budas de Bamiyán por los talibanes o la destrucción por parte del Estado Islámico de Palmira. Eso suscita la pregunta de qué harían los seguidores más fanatizados de estos movimientos con el que seguramente sea el epítome de la excelencia en la historia del arte islámico figurativo, la Alhambra de Granada. Al hilo de esa cuestión se me antoja fundamental trazar una reflexión histórica sobre el iconoclasmo cristiano y el islámico.
La preeminencia del mensaje profético del islam hizo que la escritura primara como motivo decorativo en el arte y vetó la representación de sujetos figurativos, humanos o animales, como algo tendente a la idolatría. Pese a que los motivos escriturales, geométricos, vegetales o abstractos son mayoría en el arte islámico, también se puede hallar pintura en lugares como el palacio omeya de Qusayr ‘Amra (Jordania), las ruinas de Samarra o en Al-Andalus (no sólo en la Alhambra, sino también los animales del Palacio de Medina Azahara o el cervatillo del Museo Arqueológico de Córdoba), en sociedades caracterizadas por un mundo de fronteras permeables. Así sucedía en el Oriente con el contacto con el mundo bizantino, desde tiempos del emperador Heraclio, vencedor de los persas y restaurador de la Vera Cruz, el que primero probó la derrota ante la pujanza árabe, que habría de despojar al Imperio de Egipto y todo el rico oriente sirio-palestino. Bizancio, que vio el surgimiento del islam, aportó un enriquecedor contacto que duró muchos siglos y del que hay manifestaciones literarias tan notables como la epopeya de Digenís Akritas. Desde ahí se puede rastrear la figuración, por ejemplo, en el islam chiita, o en la iconografía del Egipto fatimí, que bebió de fuentes bizantinas. Por no hablar de la iluminación de manuscritos árabes o persas, que trasladaban el saber científico o médico helénico: Aristóteles o el corpus hippocraticum.
Un siglo de disputas
Lo que el islam está viviendo ahora puede ser comparado con el iconoclasmo bizantino, que duró un siglo de disputas teológicas, derramamiento de sangre y destrucción de obras de arte. En el trasfondo está la idea de rigorismo espiritual que, como estudia la sociología de las religiones, se basa en una desviación sectaria de la religión de los padres que pretende regresar a los supuestos orígenes de una creencia para demostrar que uno es más puro que los demás practicantes de la misma, rechazando, en este caso, el uso de imágenes como idolatría pagana. Hay que decir que el gran éxito del cristianismo se basó en su asimilación de elementos icónicos del paganismo grecorromano, como se ve en la adopción de iconografía dionisíaca o a través del culto de los santos y la Virgen María. El iconoclasmo que se genera a partir del siglo VII tiene que ver con una idea de la vuelta a los orígenes anicónicos del cristianismo que representaban pasajes bíblicos, como Éxodo 20.4 o diversos testimonios de los Padres de la Iglesia. Pero hay que pensar en un contexto en que se ponía en común un supuesto rechazo de los primeros cristianos y otro contemporáneo de los primeros musulmanes a la representación icónica de lo divino. Fue León III el que inició una prohibición, que se extendería entre 726-87 y 815-43, y que conllevó destrucciones masivas de iconos mientras sólo la cruz prevalecía como elemento decorativo. El debate se puede relacionar con el éxito arrollador del islam –León III combatió con denuedo a los árabes–, pero también con una lucha del poder frente al de la Iglesia.
Si la frontera oriental daba tantos frutos culturales en la interacción entre musulmanes y cristianos, la occidental, en la rica sociedad andalusí, no iría a la zaga. No entraremos en el elemento hebreo, presente en ambos extremos del temprano medievo islámico, pero en Occidente cabe pensar en las mil maravillas de la España árabe y en la enorme operación de transferencia cultural del legado clásico a través de las traducciones, la filosofía o la medicina. El grado de civilización que dio el islam en Al-Ándalus para la historia de la ciencia, de las artes y la cultura en general contrasta tristemente con la deriva fundamentalista que esta religión del libro ha experimentado desde finales del siglo XX. Como la frontera bizantina, la hispánica produjo monumentos culturales inolvidables y en ambas sociedades se produjo una enriquecedora interacción de doble vía que se ve en la primera traducción del Corán al griego bizantino o en el paso de la fabulística oriental a las literaturas europeas. Piénsese también que, en el siglo X, las dos grandes urbes de Europa no estaban en su centro, sino en los extremos, Constantinopla y Córdoba, que en población, tecnología y cultura no tenían parangón en todo el continente. Cabe evocar así un interesante paralelo entre el brillo de la historia andalusí y la del Imperio romano de Oriente, en su vida prolongada a través de la Edad Media hasta los albores de la moderna, y es curioso pensar cómo Bizancio experimentó los vaivenes de una espiritualidad que renegaba de las imágenes y las destruía de forma furibunda.
Pero una cosa es el aniconismo abstracto y otra un iconoclasmo exacerbado con las manifestaciones artísticas de otras culturas, anteriores o contemporáneas, o de algunas tradiciones de la propia, concebidas como decadentes ante la pureza que simboliza la secta rigorista de cada momento. Hoy, el iconoclasmo islámico nos sorprende por su virulencia contra monumentos patrimonio de la humanidad como los de Palmira y la antigua Asiria. Sin embargo, no hay que olvidar su faceta puramente criminal pues, como cualquier otro terrorismo fundamentalista, al final éste también se muestra independiente de motivaciones espirituales o políticas, y se puede reducir a un afán de lucro económico y piratería internacional. Esto queda demostrado al trascender la millonaria fortuna amasada por el Estado Islámico a partir de la venta en el mercado negro de piezas de arte antiguo expoliadas de sus conquistas. Es decir, que de cara al mundo islámico se erigen en puristas y destructores de un arte idólatra pero, por otro lado, se lucran secreta e ilícitamente gracias al contrabando de piezas arqueológicas que un Occidente sin escrúpulos no tiene reparos en adquirir. Igualmente, cabe recordar el trasfondo político y económico del largo conflicto iconoclasta en Bizancio: la pugna entre la iglesia diocesana de Oriente y, en concreto, el patriarcado de Constantinopla, bajo el influjo de la corte imperial, contra los poderosos monasterios, defensores de los iconos y poseedores de enormes recursos económicos, desempeñó un papel crucial en la controversia. Son paradojas que nos dicen mucho sobre las motivaciones de los autoproclamados defensores de una fe a lo largo de la historia.