Los soldados de cuera y las guerras contra los indios en el Oeste español
En Nueva España se enfrentaron sin cesar a las incursiones de pueblos aguerridos que hacían de la frontera norte novohispana una tierra insegura
Barcelona Creada:
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Antes que por los «cowboys» y la caballería estadounidenses que evoca el cine, la frontera del Oeste norteamericano fue recorrida por soldados de cuera, ciboleros –cazadores de bisontes–, comerciantes, misioneros y tramperos españoles. En el siglo XVIII, el vasto territorio que se extendía desde las estribaciones meridionales de los montes Apalaches, en el norte de Florida, hasta la costa de California, pasando por el ancho Misisipi, las Grandes Llanuras, las montañas Rocosas y los desiertos de Sonora y Arizona, constituía la más extensa de las fronteras del Imperio español.
Se trataba de las llamadas Provincias Internas del virreinato de Nueva España, cuyos escasos habitantes, europeos, indígenas, mestizos y mulatos, libraron en aquel siglo guerras sin fin contra los pueblos nativos que se resistían a ser cristianizados y a convertirse en agricultores sedentarios, principalmente los aguerridos y temibles apaches y comanches. Una línea de presidios, guarnecida por los célebres soldados de cuera –así llamados por sus protecciones– funcionaba como defensa de los pueblos, ranchos y misiones de la frontera.
La existencia no era sencilla en aquel territorio árido e inhóspito cuyos límites se desconocían, el Septentrión, en el que brillaron con nombre propio avezados soldados como Juan Bautista de Anza y el irlandés Hugo O’Conor, incansables en sus campañas contra los «indios bárbaros»; el explorador y cartógrafo Bernardo de Miera y Pacheco, que recorrió aquellos inhóspitos parajes y trazó de ellos mapas de gran calidad; Pedro Vial, comerciante de pieles y explorador de origen francés que fue herrero entre los taovayas, o el intérprete Francisco Javier de Chávez, cautivado a los ocho años por los comanches, cuyo idioma aprendió.
Todos ellos se vieron involucrados, de una forma o de otra, en las constantes guerras de baja intensidad contra los apaches y los comanches, provistos de caballos y de armas europeas, lo que hacía que sus incursiones en busca de caballos, botín y cautivos contra los asentamientos hispanos –y contra otros pueblos indígenas–, fueren rápidas e impredecibles. Antes de la llegada de los comanches a la región, en 1706, los apaches eran considerados los más temibles de los indios no sometidos. Así, en 1686, el franciscano Alonso de Posada, custodio de las misiones de Nuevo México, informó en un memorial de que «hay una nación que posee y es dueña de todos los llanos de Cíbola, que llaman la Apacha. Son los indios de esta nación tan soberbios y tan altivos y presumidos de guerreros, que son el enemigo común de todas cuantas naciones están debajo del norte, y a todas las tienen acobardadas, y a las más de ellas consumidas, arruinadas y retiradas de sus propias tierras».
La llegada de los comanches empujó a los apaches hacia los territorios españoles y dificultó su acceso a los grandes rebaños de bisontes, lo que ni hizo sino complicar la situación. Felipe de Neve, que asumió en 1783 la jefatura de la Comandancia General de las Provincias Internas, expresó en un memorial al ministro de Indias, José de Gálvez, su convencimiento de que era imposible reducir a estos a la autoridad real por medios pacíficos: «La experiencia de muchos años ha manifestado que las parcialidades de apaches, comanches y demás gentiles fronterizos que nos hostilizan no son reducibles ni capaces de admitir la razón y la persuasión, y que por su barbarie, ferocidad y natural desidia con que se crían, no pueden vivir con sosiego y tranquilidad en su propio país; no quieren sujetarse a la labor y cultivo de la tierra, ni ejercer para mantenerse otra arte o industria que la de robar a sus confinantes y la de destruir todo animal viviente, sin perdonar a los de su especie».
A la postre, sin embargo, muchos apaches optaron por asentarse cerca de los presidios y pueblos españoles en son de paz, al tiempo que se firmaron acuerdos de paz duraderos con los comanches, mermados por la viruela y por las derrotas que los españoles les habían infligido en los años previos. El gobernador de Texas, Domingo Cabello, envió para negociar con ellos a los citados Pedro Vial y Francisco Javier de Chávez, quienes, en el diario de su misión remitido al gobernador, dejaron una imagen de los comanches mucho más positiva que la de Neve: «Podrán ser duraderas sus paces, siempre que se les trate con cariño y amor, cuando vengan a hacer sus visitas a este presidio y se tenga el cuidado de hacerles algún obsequio anual a los capitanes y principales de dicha nación, sin olvidar a los muchachones». La situación de relativa paz entre españoles e indígenas solo se rompería tras la independencia de México.
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