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Festival de Cannes

Sylvester Stallone: resistiré

El actor fue el centro de atención ayer en Cannes, donde presentó las primeras imágenes de «Rambo V: Last Blood». El encanto de Stallone hizo sombra a las dos últimas películas a competición: «It Must Be Heaven», de Elia Suleiman, y «Sybil», dirigida por Justine Triet.

El actor acaparó los flashes de los fotógrafos en el Festival de Cannes, donde presentço la última entrega de Rambo
El actor acaparó los flashes de los fotógrafos en el Festival de Cannes, donde presentço la última entrega de Rambolarazon

El actor fue el centro de atención ayer en Cannes, donde presentó las primeras imágenes de «Rambo V: Last Blood». El encanto de Stallone hizo sombra a las dos últimas películas a competición: «It Must Be Heaven», de Elia Suleiman, y «Sybil», dirigida por Justine Triet.

Ayer, en Cannes, no había ojos para otro músculo que el de Sylvester Stallone. Ni la resurrección de Alfred Hitchcock habría congregado a tanto público. Y todo para verle conversar sobre su carrera horas antes de presentar las primeras imágenes de «Rambo V: Last Blood» y la proyección de una copia restaurada de «Acorralado». Al salir al escenario, las 1.100 butacas de la sala Debussy se abatieron para aplaudirle. Ahí estaba, con camisa a cuadros, vaqueros y botas camperas, el semental italiano que, a sus 72 años, modesto y relajado, se quitaba importancia aludiendo a sus problemas de dicción («en mis primeras audiciones, los directores me preguntaban: “¿Qué diablos dices?”»), a los altibajos de su carrera («el fracaso siempre te hace más listo») y a sus achaques («llevo más de treinta operaciones. A estas alturas soy casi biónico»). Más allá de convertirse en el epítome, junto a Arnold Schwarzennegger, del cine de acción de los ochenta y noventa, la autoría de Stallone como actor reside en haber hecho del aguante el leitmotiv de sus personajes. Cuerpo y alma inasequibles al desaliento. Su tenacidad encuentra su premio en una suerte de redención sensible. «El ser humano es, por naturaleza, resistente», afirmaba ayer. «Todos podemos identificarnos con el miedo y la soledad. La vida es una jungla, pero no importa que la civilización esté a punto de desaparecer, no debemos resignarnos al fracaso, siempre toca volver a levantarse y no dejar de luchar». Para muestra, una anécdota del rodaje de «Rocky IV», en la que Balboa se enfrenta en el cuadrilátero a esa bestia de los gulags llamado Drago: «En cuanto vi a Dolph Lundgren, le odié. Y le odié porque era perfecto. Tenía un cuerpo indestructible, y el de Rocky no lo era. Estuvimos ensayando la escena de la pelea durante meses, y la rodamos en dos jornadas. Cuando acabamos, estuve ingresado en el hospital cuatro días. Los médicos pensaban que había sufrido un accidente de coche». Pero a Stallone no se le derrota por K.O, porque siempre tiene la última palabra. Por eso Rocky y Rambo funcionan como el yin y el yang de un mismo destino, la cara optimista y la pesimista de una misma determinación: «Rocky es un hombre normal que intenta ser especial y Rambo lidia con la parte más oscura de la naturaleza humana».

Stallone, que creció admirando a Kirk Douglas y a Steve «Hércules» Reeves, es el paradigma del sueño americano. «Un año antes de hacer “Rocky” estaba aparcando coches», recuerda. «Nadie me quería para el papel. Antes habrían contratado a un canguro que a mí. No había ninguna garantía de que aquello saliera bien. Un actor desconocido, una película de boxeo, género más bien impopular, un rodaje de 25 días, un millón de dólares de presupuesto... Ni siquiera querían estrenarla». Equivocados estaban, porque fue llegar y besar el santo: tres Oscar, incluido el de mejor actor, le convirtieron en el ídolo de la clase obrera norteamericana antes de que el John Travolta de «Fiebre de sábado noche» le quitara protagonismo. «En 1976 se cumplía el 200 aniversario de Estados Unidos», explica. «Fue un año en el que se estrenaron “Taxi Driver”, “Network” y “Todos los hombres del presidente”, todas ellas retratos de una época muy oscura políticamente. De ahí que “Rocky” fuera un éxito. El público quería optimismo». «Rambo» era un símbolo de otro costal. El veterano de la guerra del Vietnam que desconfía de las instituciones, y que hace de su salvaje individualismo su bandera. «No había ninguna declaración política detrás de Rambo. No soy tan listo. Soy ateo políticamente hablando, creo que por aquella época ni siquiera había votado nunca. Pero claro, cuando Reagan vio la película, y dijo que Rambo era republicano...». Y se le cae el micrófono, bromeando.

Triet, un juego de espejos

La simpatía de Stallone ensombreció las dos últimas películas proyectadas a competición. En «Sybil», Justine Triet filma una versión afrancesada de «Otra mujer», de Woody Allen, para hacer el enésimo retrato de una profesional liberal en crisis, una psicoterapeuta ex alcohólica que, antes de dejar a todos sus pacientes para dedicarse a la escritura, se queda enganchada a la angustia de una actriz que no sabe si abortar o no. Triet quiere dar profundidad a este juego de espejos con la complicidad de su intérprete fetiche, Virginie Efra, pero algunos improbables requiebros argumentales dan al traste con la verosimilitud del conjunto. En la estimulante «It Must Be Heaven», Elia Suleiman recupera la mudez, entre keatoniana y tatinesca, de su personaje en «Intervención divina» y «El tiempo que queda» para hacer una comedia minimalista sobre el sentimiento de extranjería permanente de un pueblo colonizado. En este encadenado de gags conceptuales y episodios propios del teatro del absurdo, Suleiman quiere alejarse de su Palestina natal para comprobar si la insensatez que gobierna la realidad de su país es una cuestión global.