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Ernesto Caballero: «Servir a mi país me pone, qué le voy a hacer»

Está al frente del Centro Dramático Nacional y la cabeza le bulle de proyectos. Acaba de recibir el homenaje que le ha tributado la Sala Arapiles de Madrid con la reposición de «Nostalgia del agua». Sobre la situación de Cataluña dice que le tiene «fascinado dramatúrgicamente hablando», aunque le entristece ver la torpeza humana

Ernesto Caballero
Ernesto Caballerolarazon

Está al frente del Centro Dramático Nacional y la cabeza le bulle de proyectos. Acaba de recibir el homenaje que le ha tributado la Sala Arapiles de Madrid con la reposición de «Nostalgia del agua». Sobre la situación de Cataluña dice que le tiene «fascinado dramatúrgicamente hablando», aunque le entristece ver la torpeza humana.

De una charla hoy con Ernesto Caballero se sale con la sensación de que el director y dramaturgo se ha vaciado en los últimos tiempos. «Tratos», «Reina Juana» y «La autora de Las Meninas» son las muestras del Caballero autor. El director también tiene su parte, ahí está «El laberinto mágico», con el que acaba de regresar de Barcelona y con el que se va a Moscú ya mismo. El gestor del Centro Dramático Nacional tampoco descansa. No tiene tiempo, pero, ya sea a costa del cine, de los amigos o de la familia, lo «encuentra». Sirven los prolegómenos de una entrevista para firmar una veintena de documentos, lo que tarda uno en sentarse: «Ya uno tiene práctica». Eso sí, los lunes son sagrados, son días para «desconectar» de la escena. Asegura que está «madurando», en «barbecho». Un pequeño respiro en el que no se despega de una realidad que le inspira. Su reciente paso por Cataluña le tiene tan «fascinado, dramatúrgicamente hablando», como triste por comprobar, una vez más, la torpeza del ser humano. Lo último, el homenaje que la Sala Arapiles le acaba de rendir con la reposición de «Nostalgia del agua», a la que ha acudido a hablar de sí mismo, «aunque no sepa hacerlo», se ruboriza. Y lo siguiente, abrigarse antes de llegar al Teatro Ramt de Moscú: «Todavía tengo que comprarme un par de camisetas térmicas», repasa.

–¿Habrá tiempo de hacer turismo por Moscú?

–Tengo reuniones para hacer que las relaciones internacionales sigan siendo bidireccionales.

–«El laberinto mágico» ha sido un éxito total.

–Hay que tener cuidado con las palabras, pero sí. Empezó como un trabajo de laboratorio y nos han premiado hasta en Pekín.

–Y que no pare la racha. ¿Volverá a Madrid?

–No lo descarto, pero...

–De momento, reconocimiento –uno más de los que recibe– en la Sala Arapiles.

–Es una sorpresa que se haga una panorámica de mi figura como dramaturgo. Cuando se habla de homenajes me asusto porque es como empezar con los achaques de la edad.

–¿Cómo habla uno de sí mismo?

–No lo sé hacer. Siempre digo que las que tienen que hablar son las obras. Desconfío de lo que el autor asegura que quiere decir con su función. La obra habla sola. Es como mirar un álbum de fotos. Hay mucho vértigo.

–¿Le choca leer sus textos años después?

–Debes tener lealtad a tu pasado, aunque te horrorice. A ese poema de amor que escribiste con 17 años, querer al chaval que lo hizo. Se evoluciona, relativizas, cambias, pero las obras partes de impulsos.

–Son fruto de un momento. Por otro lado, no es raro, más bien normal, oír dos nombres dentro de su generación: Mayorga y el suyo. ¿Se siente un referente?

–Nos ha tocado la restitución de la figura del dramaturgo. Si referente es mantener una forma de entender el hecho teatral, la creación escénica, el valor del actor... No me siento especialmente... Soy un hombre hecho a sí mismo y siempre tuve clara la idea de empezar desde abajo e ir abriendo el espectro del público. Ha sido una carrera coherente. Puedo representar la perseverancia.

–¿Qué le queda por hacer?

–Mucho.

–El día que tengamos todo hecho va mal la cosa.

–Eso es. Artísticamente soy muy ambicioso. Persigo el viejo sueño que de crear una estructura estable, con un discurso y que no esté sometido a la inmediatez.

–¿En una compañía?

–Sí, o un espacio. Hay modelos ahora que tienen esta filosofía. Afrontar desde ahí el gran repertorio de clásicos. Aquí (en el Centro Dramático Nacional) llevo seis años y estaré ocho apenas tocando ese material, que es el que buena parte de mi carrera me he insuflado. Desde joven he hecho comedias mitológicas de Lope y Calderón. Me gustaría regresar a nuestro teatro del Siglo de Oro. Me queda esto y trabajar con algunos de los mejores intérpretes que tenemos. Creo que estoy en un periodo de madurez, tengo muchas ganas y poco tiempo. También me queda por escribir textos que recojan una experiencia vital y profesional.

–Del poco tiempo tendrá buena culpa la gestión. ¿Completamos los ocho años y fin?

–¿De gestión?

–Sí, pensando en la carrera del dramaturgo.

–No sé. Había pensado que no más, pero... El tiempo se encuentra, es una disposición mental. En este tiempo he escrito «Reina Juana», «Tratos», «La autora de las Meninas»... He seguido escribiendo porque sentía esa necesidad. No voy tanto al cine, ni veo a los amigos y la familia se resiente. Después es en los periodos vacacionales cuando entro a matar, pero la dramaturgia la caliento durante todo el año.

–Sarna con gusto dicen que no pica.

–Me he resistido a que el tsunami de la gestión pueda conmigo. Que la cabeza sepa qué es lo urgente y que no se lo coma el gestor. Como creador no puedo bajar la guardia. Antes era bastante radical y separaba al creador y al productor pensando que se resentiría la obra. A base de leches me he dado cuenta de que no tiene por qué. Shakespeare, Molière, Sófocles eran fueron excelentes empresarios. Eso me pone mucho.

–¿Programaría una obra sabiendo que es deficitaria para acercarla al público general?

–Una de las funciones que tiene el teatro público es ser sostenible. Pero ésa es una de las artes de la gestión. Cuestión de equilibrios. El teatro para cuatro gatos es insostenible. Tenemos que poner el repertorio en valor y apostar por la nueva creación. Eso tiene una rentabilidad que no solo se cifra en entradas vendidas.

–Sabiendo de su importancia de antemano, ¿miramos demasiado a los clásicos?

–Son algo contemporáneo, aunque olvidamos que utilizamos lenguajes caducos y el teatro es algo vivo. La palabra de Shakespeare, Calderón y Sófocles requiere una mirada actualizada. El tema es la tendencia a lo museístico. Los clásicos tienen una cosa, que es atreverse a los grandes temas. Nos están diciendo de qué se debe hablar y nos hemos achicado y nos da pudor.

–Vamos, remangarse y abordar las grandes preguntas.

–Hacen falta clásicos contemporáneos.

–«Aunque esté demodé, me gusta trabajar por mi país», me dijo en su día. Ahora que viene de Cataluña, ¿qué puede hacer el teatro hoy?

–Mucho. La pregunta es de nota. He estado allí con una obra en la que se nombra la palabra España en innumerables ocasiones y vengo emocionado de la acogida que ha tenido. El estreno coincidió el día de la votación en el Parlament y lo que comentaba la gente es que «teníamos ganas de dejar de escuchar la matraca ésta y escuchar el problema que tenemos formulado de otra manera». El teatro es constatar un hecho, tender puentes de convivencia, romper esquematismos, fanatismos, volver a la civilización, al humanismo, ver lo que hemos superado y lo que no, nos ayuda a pensar, pero no de forma intelectual, sino en el nosotros. El teatro refuerza un nosotros, la cohesión. Reconocerse en una historia común que algunos quieren negar. Cada obra es un acta.

–Un relato común...

–Tengo muy claro que hay que trabajar y sacrificarse por el país, por España. No me asustan las palabras y que me llamen una cosa u otra. Me pone servir a mí país. Qué le voy a hacer. He detectado que uno de nuestros problemas es no recoger las herencias. Somos muy de borrón y cuenta nueva. La memoria colectiva hay que mirarla a calzón quitado para aceptarse.

–Es muy teatrero lo que estamos viviendo, ¿no?

–A mí me ha servido para pensar. Como dramaturgo me ha acercado a muchas obras en las que un individuo decide crear y creer una realidad paralela. La necesidad de anclarse en la fabulación. Es un elemento muy teatral. El «Enrique IV», de Pirandello, o «La marquesa de Larkspur Lotion», de Tennesse Williams, que vive en una pensión y piensa que está en otro lugar.

–Eso de «una mentira dicha mil veces...».

–La necesidad patológica de crearse universos paralelos y confundirlos con la realidad. Por ello estoy con «El jardín de los cerezos», que es la no aceptación de que el tiempo ha cambiado. Cuando veo esa retórica en la que dicen estar hoy en un Estado de grises... No puedes mantener algo que fue hace 40 años. Es como negarse a envejecer o aceptar que el mundo ha cambiado.

–Supongo que es porque el discurso funcionó entonces.

–Nos dio vida. Me resulta muy fascinante esa galería de personajes que se resisten a aceptar el paso del tiempo o que viven instalados en un mundo irreal. Todo eso lo voy a explorar.

–Pues hasta aquí el atraco.

–Como siempre, me encomiendo a tu espíritu... Bueno, espera, creo que no he dicho todo antes: el teatro podía haber hecho algo más.

–Ya sabe, nunca es tarde.

–Pues eso haremos...