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Lola Herrera: «Sin el teatro hubiera saltado por los aires»

Hace cuatro días entró en el Olimpo de las artes escénicas con el Max de Honor y el miércoles vuelve con «Cinco horas con Mario» por quinta vez
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Hace cuatro días entró en el Olimpo de las artes escénicas con el Max de Honor y el miércoles vuelve con «Cinco horas con Mario» por quinta vez
Ella es teatro. Ni siquiera se imagina qué sería de su vida de no ser actriz. Tampoco le preocupa el haber coqueteado poco con la gran pantalla. Porque lo suyo es respirar con el público «dentro de la misma sala». Con los 80 ya cumplidos, reconoce que el premio que recogió el lunes en el Price le llega en un momento especialmente «vulnerable» en el que, por suerte, las tablas siempre están ahí para «recargar pilas». En esta ocasión lo hará, por quinta vez, de la mano de Carmen Sotillo: su «alter ego» en «Cinco horas con Mario» –Teatro Reina Victoria–.
–Max de Honor, eso es que algo ha hecho bien...
–Es la recogida de una de las tantas cosechas. Esto del Max es más global, es algo cariñoso. Cuando has estado tanto tiempo al pie del cañón en una profesión que amas, vives, disfrutas, padeces y que te ha hecho moverte continuamente dices «qué bien y qué placer llegar aquí sintiéndolo todo».
–El premio viene por ser, leo literal: «Una figura clave en la historia de las artes escénicas».
–Excesivo.
–Es lo que pone...
–Sólo soy un clavo más.
–¿Qué ha aportado?
–Pasión, entusiasmo, disciplina, rigor, trabajo... No lo entiendo de otra manera.
–Ha definido el teatro como su «pareja». ¿Qué altibajos han tenido?
–Sí. Hay muchas veces que, si quieres permanecer, toca hacer trabajos que no te apasionan y tienes que buscar los ingredientes adecuados para poder defender al personaje. Ése es el bajón. Yo no he podido permitirme el lujo de que todo me haya enloquecido.
–¿Ni a su nivel se puede permitir el lujo del rechazo?
–Estamos en España... Esta profesión es muy dura. Yo tenía la necesidad de atender a mi familia, mis hijos. Soy el padre y la madre y no queda otra que compaginar vida laboral y personal.
–Otro de los puntos negros...
–Es así. Está hecho de ausencias, separaciones, despedidas... Pero también de muchos encuentros maravillosos. Mis hijos han sabido lo que su madre hacía y venían conmigo. Han crecido con el respeto a la profesión.
–Su hija (Natalia Dicenta) también le ha cogido el gusto a los escenarios.
–Es maravillosa... Pero mi hijo domina el arte por igual.
–¿Os han querido a los artistas?
–El público sí, que es de quien vivimos. Pero la oficialidad no cuida la cultura. El teatro, la música, el baile... son el perro sarnoso al que no echan cuentas.
–Imagine a Lola Herrera como ministra de Cultura...
–No, gracias.
–Sólo un supuesto...
–Ni por ésas.
–¿Qué haría lo primero?
–Conectarme con Educación para que el teatro fuera una asignatura en el colegio. Es un mecanismo buenísimo para que los niños desarrollen la imaginación, una segunda personalidad, para que jueguen... Saldrían actores y directores, pero, sobre todo, unos espectadores maravillosos.
–¿Qué ve cuando mira atrás?
–Imágenes muy tiernas. He conservado a «Lolita», a la niña que aparece más a medida que te vas haciendo mayor. Tengo muy buenos recuerdos a pesar del telón de fondo de la Guerra Civil, la posguerra, la dictadura... Me he distanciado de las cosas desagradables, están ahí sólo para saber que existieron, pero no con dolor.
–¿Por qué ha hecho poco cine?
–Las cosas hay que empujarlas y yo he estado entretenida y a gusto. No he sido una actriz que haya querido hacer cine, me bastaba con verlo en una butaca. Hubiera tenido que prescindir del teatro y eso no me ha interesado nunca.
–Una obra, y no vale decir «Cinco horas con Mario».
–Son muchas las que te marcan, personajes que te van enseñando caminos. Es algo muy rico.
–Un director.
–José Carlos Plaza, he trabajado muy a gusto con él, y Josefina Molina, con la que me entiendo maravillosamente bien. Pero soy plastilina, me pongo en manos del que mande y voy sacando mis puntos de vista y exponiéndolos, pero quien tiene la visión general es el director.
–Ya no habrá director que no se pare a escucharla.
–Sí, pero lo ideal es que el equipo hable entre sí.
–¿Alguna espina clavada?
–Ninguna.
–¿Cuánto ayuda a desconectar eso de subirse al escenario y no ser usted?
–Eso es maravilloso. Sin el teatro hubiera saltado por los aires como una bomba. Eso de dejar de ser tú durante horas, meses, años... da una tranquilidad brutal. Esa capacidad de desdoblamiento de «estoy fatal, me duele la espalda» y, de repente, en el escenario, nada.
–¿Qué es «Cinco horas con Mario»?
–Una mujer y un muerto (risas).
–Así de fácil...
–Sí. Es un texto maravilloso de Delibes que me ha hecho disfrutar muchísimo y ahora, por cosas circunstanciales, vuelvo a repetir estas seis semanas. No pensé que pudiera disfrutar tanto al recoger esto porque no imaginé que pudiera hacerlo a estas alturas, quince años después del último. El disco duro está bien.
–¿Vuelve con el texto intacto?
–Sí, el de siempre. Es un trabajo nuevo dentro de un esquema más o menos completo.
–¿Cómo ha evolucionado Carmen Sotillo?
–Mucho. Es la misma, pero cada vez la veo más cosas; la miro y la siento de otra manera.
–¿Cómo?
–Más metida en el reproche continuo, como más resignada, más de vuelta, con más peso... Pero también con más humor.
–¿Se ha contagiado de Lola?
–Sí, pero yo también de ella. La clave está en el fondo, le pasan otras cosas que ella las disfrazas con palabrería. Pero lo cierto es que tiene sus quejas particulares, sus dolores, remordimientos, frustraciones... Es lo que la mata y por eso termina cayendo ante él. Después de decirle de todo, termina reconociéndose como un fracaso.
–¿Hay que ir con la idea de ver a la Carmen de antaño?
–No, que vayan limpitos para dejarse contar y pasearse por el texto de Delibes.