Crítica de ópera

"La nariz": Vorágine desasosegante

Esta presentación del Teatro Real es uno de los mayores acontecimientos de la temporada lírica en Madrid

«La nariz» cantará en el escenario del Teatro Real hasta el 30 de marzo
«La nariz» cantará en el escenario del Teatro Real hasta el 30 de marzoJavier del Real

Sin duda, uno de los mayores acontecimientos de la temporada lírica madrileña ha sido la presentación en el Teatro Real de esta ópera –maldita en su día– de Shostakovich, una obra corrosiva, satírica, demencial, crítica de una sociedad. En ella hay, en un hábil sincretismo, aromas e influencias de las vanguardias foráneas, de Hindemith o de Krenek, de Schönberg y su escuela, de Stravinski... Extraña mezcla de pieza de cabaret y de ópera de circo, huye de cualquier asomo de lirismo tradicional. Es «una formidable mecánica teatral, un collage de estilos» (Piotr Kaminsky).

Obra singular, estrenada en Leningrado en 1930 y luego silenciada. Hasta su reestreno en 1974. Una suerte de teatro del absurdo y que necesita un gigantesco reparto de hasta 80 papeles (distribuidos en esta ocasión entre 30 voces). Se ha contado con una coproducción del Teatro madrileño con la Royal Opera House, La Komische Oper de Berlín y la Ópera de Australia.

«Shostakovich creó una brutal pesadilla para cualquier regista», reconoce Barrie Kosky. «Por la manera de estructurar la acción mediante una sucesión de escenas muy cinematográfica, sin margen en la partitura para ejecutar las transiciones en escena. Es un problema y un magnífico desafío a la vez. Y luego es muy compleja desde el punto de vista interpretativo por la dificultad psicológica. El protagonista es a primera vista un tipo que no genera ninguna simpatía. Lo que sufre es algo que nos toca. La falta de la nariz simboliza la pérdida y el miedo».

El regista australiano, artista imaginativo donde los haya, ha diseñado, con base en los once cuadros en los que se divide la agilísima y a veces desbocada y abracadabrante acción, que se desarrolla en un marco único, una suerte de espacio circense circular enmarcado en una gigantesca y también circular ventana. Hay bajadas estratégicas del telón. El caso es no dar respiro a una música tan variada, que va de lo atosigante y angustioso a lo plácido y soñador, y cuya espumosidad no decae ni un instante. Todo se desarrolla con la precisión de un reloj en un no parar constante que no da respiro y que impulsa la absurda anécdota a alturas siderales. No se puede quitar ni ojo ni oído.

Porque, además, todo tiene sentido y aparece encajado a la perfección sin que el «perpetuum mobile» de la trama y de la música desfallezca. Naturalmente, todo ese discurrir, esa sátira corrosiva, necesita de un foso en consonancia. La Sinfónica tuvo uno de sus mejores días en esta diabólica y agreste partitura, que espejea con mil luces. Para ello contó con un director que conoce este repertorio como la palma de la mano. Mark Wigglesworth, batuta precisa y sobria, competente en lo rítmico y en lo expresivo, cosió perfectamente todas las voces de arriba y de abajo. Un espléndido encaje de bolillos.

Las treinta voces intervinientes, todas menos la del protagonista desdobladas, actuaron a satisfacción cada una en su estilo, con los acentos y giros necesarios. Sin una fisura. Naturalmente, hemos de colocar en lo más alto al bajo-barítono Martin Winkler, hace muy poco aplaudido como Conde Waldemar en «Arabella», de Strauss, y ahora convertido en el asaetado y desgraciado, también muy humano, protagonista, ese desconcertado Platón Kuzmitch Kovaliov. Cantó, bufó, musitó, silabeó, tiritó, rodó por el suelo, se desnudó en un constante ir y venir; verdaderamente agotador. Y, por lo general, su voz, oscura, bien timbrada, un tanto engoladilla, estuvo siempre en su sitio. Mencionemos a su lado, en tres papeles distintos, al bajo Alexander Teliga primero, y a Andrei Popov, un tenor ligero de prodigiosas y lógicamente desgañitadas notas agudas, que dio vida al inspector de policía.

Todo a lo largo de dos dinámicas horas en las que tuvimos oportunidad de aplaudir más de una vez la imaginación del director de escena, que se inventa no pocos efectos, como el de ese número coreográfico con once narices andantes que bailan al estilo de Busby Berkeley. Hallazgos inteligentes que hacen de esta producción una auténtica fiesta para la imaginación.