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Tolkien se sienta en la Mesa Redonda

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  • Víctor Fernández está en LA RAZÓN desde que publicó su primer artículo en diciembre de 1999. Periodista cultural y otras cosas en forma de libro, como comisario de exposiciones o editor de Lorca, Dalí, Pla, Machado o Hernández.

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El 9 de diciembre de 1934, R. W. Chambers, un profesor de inglés del University College de Londres, escribió una carta a su amigo J.R.R. Tolkien elogiando un extenso poema inédito del entonces desconocido autor de «El hobbit» y «El señor de los anillos». Chambers recordaba que había recitado los versos en un viaje en tren a Cambridge –«aproveché un compartimento vacío para declamarlo como merece»– añadiendo que «es en verdad sensacional (...) realmente heroico, aparte de su valor como muestra palpable del modo en que el metro de Beowulf se puede emplear en el inglés moderno». El viejo camarada concluía su nota con un ruego a propósito del poema: «En verdad debes terminarlo». Se trata de «La caída de Arturo», un texto hasta ahora inédito de Tolkien que la próxima semana llega a las librerías editado por Minotauro bajo el cuidado de Christopher Tolkien.

Recrear el mito

Tolkien no hizo caso a los ruegos de Chambers, aunque se sabe que en 1955 aún consideraba que podría intentar concluir aquel trabajo: «Me encanta escribir en verso aliterado, aunque he publicado poco más allá de los fragmentos que aparecen en "El señor de los anillos", salvo "The Homecoming of Beorthnoth'' (...). Tengo esperanzas todavía de terminar un largo poema sobre "La caída de Arturo"en el mismo metro». En él, el escritor se inspiraba por primera vez en uno de los grandes mitos de la literatura anglosajona de todos los tiempos, el rey Arturo, aunque situándose en la última etapa de la leyenda del popular monarca. A Tolkien le sedujo la posibilidad de convertir en versos episodios como el de la expedición del rey a las lejanas tierras paganas, la huida de la reina Ginebra de Camelot o la espectacular batalla naval de Arturo a su regreso a Bretaña, sin olvidar el fin trágico de los amores de Lancelot y Ginebra. Eso se tradujo en una serie de manuscritos que han sido conservados por los herederos del creador de la Tierra Media, borradores, textos acabados, retocados y puestos en limpio, pero todos ellos redactados empleando el metro aliterado en inglés antiguo. No era tarea sencilla recopilar todo este material y en la edición que ve la luz se queda reflejada la labor detectivesca y filológica emprendida por Christopher Tolkien. A ello hay que sumar la excelente traducción que firman Eduardo Segura y Rafael Pascual de este libro.
El libro aterriza en las librerías cuando el mito de Tolkien está en lo más alto. Su hijo reconocía en 2002, en una entrevista con «Le Monde», que «Tolkien se ha convertido en un monstruo devorado por su propia popularidad. El abismo entre la belleza y la seriedad del trabajo, y lo que se ha hecho, me ha abrumado». «La caída de Arturo» era una pieza más del potente corpus literario inédito dejado por el autor a su muerte, hace ahora 40 años, un legado formado por siete decenas de cajas repletas de manuscritos, dibujos y mapas.

«Un fraude exitoso»

Parece que Tolkien se inspiró en el célebre libro medieval «Historia Regum Britanniae», de Geoffrey de Montmouth, donde se sietan las bases de la leyenda artúrica, aunque historiadores posteriores, como R. S. Loomis, lo han calificado como «uno de los fraudes más descarados y exitosos del mundo». Desde luego, el escritor conocía ese libro y su sombra planea en los versos de «La caída de Arturo». El extenso poema, formado por cinco cantos acabados, se inicia con la marcha de Arturo y su sobrino sir Gawain, uno de los caballeros de la mesa redonda, a la guerra: «Arturo hacia el Este armado pretendía / hacer su guerra en las fronteras agrestes, / el mar surcando hasta tierras sajonas, / a defender de la ruina el reino romano». Sin embargo, no parece que fuera éste el inicio imaginado por Tolkien en un primer momento para su ambicioso proyecto, ya que los diversos manuscritos conservados dan a entender que se trata de un añadido posterior del autor. Eso es lo que también demuestran algunas de las sinopsis redactadas por el escritor para esta epopeya en verso. En un primer momento, el poema se iniciaba con el hijo incestuoso de Arturo, Mordred, reuniendo a sus tropas y marchando hacia Camelot en busca de la reina Ginebra: «Un viento oscuro llegó sobre aguas profundas viajando, / que desde el sur empujaba el oleaje contra las playas, / un mar rugiente que hacía rodar inmensas / colinas gigantes de cresta gris».
la pregunta que nos hacemos es ¿por qué dejó inconclusa una obra de la que se sentía orgulloso y que había recibido el aplauso de aquellos que habían podido disfrutar con al lectura de algunos fragmentos? El hijo del escritor especula que sus exigencias académicas como profesor en la Universidad de Oxford, además de las preocupaciones lógicas por su familia, le obligaran a desestimar el proyecto artúrico. Existe otra posibilidad que resulta igualmente interesante: mientras escribía las sinopsis y los versos de «La caída de Arturo» probablemente empezaron a dibujarse en su mente algunos de los temas de su ciclo novelístico alrededor de la Comunidad del Anillo. Optó por un impulso narrativo diferente para su carrera literaria, aunque no parece que olvidara que una vez quiso ser cantor del último y trágico tramo de la leyenda del rey Arturo. Era finales del 1934 cuando el poema quedaba sin concluir, sin redactar los versos sobre el final de Lancelot y la bella Ginebra, un ciclo que se había iniciado algún tiempo atrás, en 1911, cuando un joven Tolkien, de apenas19 años, veía cómo le publicaban por primera vez un poema, «La batalla del Campo del Este».
«Enemigos ante ellos, llamas detrás...»
Enemigos ante ellos, llamas detrás,
siempre al Este y adelante, ávidos cabalgaban
y de ellos las gentes huían como del rostro de Dios,
hasta que la tierra estuvo vacía, y ya no los veían ojos,
ni oídos los oían en las interminables colinas,
salvo las aves y bestias que rondan perniciosas
las tierras solitarias. Y así al fin llegaron
a las márgenes del Bosque Negro bajo las sombras de las montañas:
desolación tras ellos, taludes delante;
en las solitarias colinas; siempre ascendente,
amplio e indómito, yacía el bosque velado.
Oscuros y lóbregos eran los valles profundos,
donde ramas gigantes de árboles amenazadores
a lo largo de pasadizos sin fin, sobre ríos se encorvaban
que distantes fluían desde montañas de hielo.
Entre rocas en ruinas respondían graznando
los cuervos a las águilas girando en el aire;
los lobos aullaban en las márgenes del bosque.
Frío soplaba el viento, helado e invernal,
en ira creciente desde el bosque agitado
por entre hojas rugientes. La lluvia llegó oscura,
y por una tempestad súbita el sol se tragó.
El interminable Este airado despertó,
y un trueno negro, nacido en mazmorras
bajo montañas amenazadoras sobre ellos se agitó.
Deteniéndose inseguros allá en lo alto vieron
lánguidos y fieros jinetes entre nubes veloces,
grises y monstruosos, cabalgando torvos a la guerra
bajo yelmos sombríos, figuras catastróficas.
Feroz se volvió el ventarrón. Sus hermosas banderas
de sus astas arrancó. El acero ya no más
(ni oro ni plata, ni escudo brillante),
en la oscuridad perdido, la luz reflejaba,
mientras enemigos fantasmales con voces malignas
en la penumbra se congregaban. (...)
Versos 61-95 del «Canto I»

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