Del Neolítico al botellón: por qué nos hemos enganchado al alcohol
En su nuevo y muy curioso ensayo, Mark Forsyth disecciona cronológicamente la influencia que el enganche del alcohol ha tenido en los procesos creativos de filósofos y escritores.
En su nuevo y muy curioso ensayo, Mark Forsyth disecciona cronológicamente la influencia que el enganche del alcohol ha tenido en los procesos creativos de filósofos y escritores.
¿Por qué motivo para los griegos agarrarse una melopea era la mejor prueba de autocontrol? ¿Cómo celebraban los egipcios el llamado Festival de la Borrachera? ¿Y por qué el zar Nicolás II prohibió la venta de alcohol en toda Rusia? De todo eso va este libro. De las grandes melopeas, monas, merluzas, tajadas, lloronas, pedales... La humanidad ha bebido a lo largo de la historia por mil motivos distintos, y de eso se ocupa este historiador del lenguaje en un resumen cronológico, ingenioso y ameno. Sus páginas recorren las prácticas frente a la botella en todo el mundo desde la primera efervescencia de la fermentación hasta nuestros días y cómo pueden haber cambiado el curso de los acontecimientos. Desde el abuso gratuito a las grandes tristezas, pasando por las inmensas bacanales, los excesos, los defectos y las copas chocando para sellar periodos de guerra... o de paz.
La droga permitida
Casi todo lo que nos ha ocurrido desde el Este al Oeste, desde el Norte al Sur, parece haberse gestado frente a un vaso medio lleno... o medio vacío. Bebemos para olvidar, para mitigar el mal de amores, para celebrar bodas, bautizos o funerales. Vaciamos las copas cuando nos contratan y también cuando nos despiden, cuando los países firman ententes y cuando deciden entrar en conflicto. Lo hacemos cuando tenemos miedo y cuando nos sentimos embravecidos. En la calle, en casa, en un bar... bebemos, bebemos y no paramos de beber. Simplemente, lo hacemos por cultura ancestral, genética o medioambiental. Es la droga permitida y aceptada socialmente que nos define como humanos o nos retrata como primates. Todas las civilizaciones han caído en las redes etílicas: desde la China que destiló el vino de arroz 8000 años antes de Cristo a la Inglaterra victoriana rendida por la ginebra, sin olvidar el París de los locos 20 subyugada ante la absenta o la España ochentera...
Todo ello sin olvidar a la América precolombina que mojaba sus penas en chicha o al Lejano Oeste que ahogaba su miedo en dobles de bourbon. Bebemos, y punto. Unos pueden, otros no debieran y para algunos es una verdadera enfermedad. Tengamos todo en cuenta. La historia del alcohol y el hombre es un romance largo. Desde las tabernas de Ur hasta los actuales bares con «charme», ante una copa, uno se olvida de su cartera, clase social, sexualidad, nacionalidad o estado civil. Tiene la rara virtud de volvernos políglotas, conseguir la exaltación de la amistad, de tender puentes con el enemigo y amar más y mejor, aunque luego no nos acordemos. Se han producido conflictos por su carestía, celebración en las patrias por su llegada, ceses del fuego entre mafiosos, alegría en las familias y, lo más lamentable, violencia extrema para quienes no disfrutan de equilibrio emocional y se apoyan en el vaso como en un bastón que no les dará nunca paz. Pero es innegable que la afición etílica está presente en todos los pueblos y latitudes. El autor nos revela los orígenes y las asociaciones culturales de determinadas bebidas alcohólicas para mostrarnos que la borrachera dice «sí a todo»: a lo bueno y a la ruina general. El alcohol es en ocasiones parecido al verbo «pitufar», sirve para lo que queramos... pero, sobre todo, para aquello que nuestra genética permita.
Platón y una copa
Los sumerios vieron la botella como alegría colectiva y los griegos dieron un paso atrás, se acariciaron las barbas y reflexionaron. Platón manifestó que emborracharse era como ir al gimnasio: «La primera vez te sientes realmente mal y dolorido, pero la práctica hace al maestro». Horacio dejó escrito que «el vino que fluye hace que los versos circulen, y libera a los pobres y los humildes», y Franklin declaró que el néctar de uva es «una prueba de que Dios nos ama y ama vernos felices». Bebieron los apóstoles en la última cena y pocos escritores que recordemos han dejado de beber empezando por Shakespeare y terminando por nuestro autor más admirado. Hay bebedores esporádicos, solitarios de córner de bar, amas de casa que le pegan tragos a escondidas, hinchas celebrativos cuando gana su equipo, borrachines de banco en plena calle, ejecutivos de minibar, jovencitas abandonadas o políticos celebrando su noche electoral.
Forsyth pone el foco en las actitudes derivadas del beber y llega a la conclusión de que el entorno es clave para que quien empine el codo acabe siendo un vándalo o un santo. Viene a decirnos que nos suelta el pelo para ser lo que realmente somos –o ¿no?–. Incluso el paleoantropólogo Robert Dudley sugiere que existe un vínculo entre la evolución de los homínidos y el consumo de alcohol. Subyace siempre el ser humano: los agresivos y los llamados a tener un «buen vino». El autor de «Una borrachera cósmica» comparte la tesis y va más allá cuando afirma que el hombre empezó a cultivar en el neolítico, no porque quisiera disponer de más alimentos, sino porque quería garantizarse el suministro de alcohol. Hemos heredado un sesgo ancestral que asocia su consumo con el aumento nutricional. En definitiva, seguimos cumpliendo nuestro destino para bien y para mal.