Una nueva diosa para Graves
El testamento poético de Robert Graves es traducido y corregido por su hijo William, que reinterpreta su obra fundamental.
Pocos pueden revivir el éxtasis de Robert Graves al habler de «La diosa blanca» mejor que su propio hijo, William Graves, que ha traducido la obra de su padre. Aquella «locura de libro», tiene una nueva edición en español que publica Alianza por «necesidad» y porque la anterior, de 1996, estaba descatalogada y había heredado de la traducción de 1970 errores que el albacea literario de Graves, su hijo, no podía permitir. Como encargado del legado del poeta, por designación de Robert en su testamento, William Graves ha trabajado durante dos años para ofrecer una «versión definitiva» de «La diosa blanca», que fue publicada por primera vez en 1947 anque fue retocada en tres ocasiones hasta 1960. Ahora, tras empaparse de las entrelíneas de este magistral ensayo, William explica en una conversación distendida lo que ha supuesto para él este arduo trabajo, partiendo de que no es traductor, sino geólogo. A su favor, la mirada, calcada, igual de poética que la de Robert Graves, que le ha ayudado a encontrar las palabras exactas para expresar cómo piensa un poeta según uno de los escritores británicos más célebres del siglo XX.
Sabiduría titánica
Pero también el bagaje y las vivencias personales. «Hay que tener una cultura titánica para entender de lo que trata este libro», afirma William Graves a LA RAZÓN. «Yo he mamado “La diosa blanca” desde pequeño y además tengo conocimientos en todas las disciplinas de las que se habla en el libro». ¿Nadie como un hijo para entender a su padre? Pero a William le parece que «todo lo contrario. Tampoco encontraba a nadie que se atreviera a traducirlo ni quién lo pagara», comenta entre risas. Graves confiesa que le ayudaron los recuerdos, los de una infancia en un ambiente rural mediterráneo que no dista mucho de una escena de los tiempos clásicos. «He visto a mi padre hacer reverencias a la Luna cada mes y girar una moneda de plata nueve veces para ver si llegaba el dinero porque íbamos un poco justos», cuenta. «La diosa blanca» es una obra «crucial para entender Robert Graves (1895-1985), según su hijo. Novelista, traductor y ensayista, pero sobre todo poeta trascendental en los albores del siglo XX, con un legado literario de más de un centenar de obras tamizadas por las trincheras y las lecciones de la guerra, aunque también límpidas por el exilio (voluntario) en Mallorca, tierra que el escritor escogió para morir y en la que pasó gran parte de su vida. Estando allí, en la localidad de Deia, se publicó la primera versión de esta obra, que se empezó a gestar en Inglaterra a principios de los años 40 y que, lejos de ser la más representativa de las suyas, «le convirtió en autor de culto, aunque no era lo que buscaba. Igual que nunca le interesó escribir libros para ganar dinero», afirma William Graves. Su gramática histórica de la mitología poética fue concebida para «explicar su visión de qué es la poesía y cómo componerla. Qué hay en la mente de un poeta». Fue escrita para los poetas y aquellos que consideraban escribir poesía un oficio y se lo tomaban en serio.
Robert Graves hizo un repaso desde diferentes disciplinas –la poesía, el mundo clásico, la cultura británica y la celta, la filología, botánica– para rescatar el lenguaje mágico de la Euopa antigua y los antecedentes históricos, tribales y místicos de la poesía; del mito convertido en el logos griego a la simbología panteísta concluyendo en una sátira de la sociedad contemporánea. El autor dejó escrito que el lenguaje de la «verdadera poesía» es el «lenguaje mágico, vinculado a ceremonias religiosas en honor de la diosa Luna o Musa», aunque con el paso del tiempo ha sido «manipulado», sustituyendo las instituciones matriarcales por las patriarcales, transformando los mitos «para justificar los cambios sociales». Su hijo y albacea literario simplifica que «son dos libros, uno sobre el pensamiento poético y otro con la historia de los dioses y la mitología. El concepto está claro, pero mi padre lo complica. Es una obra muy compleja pero también asequible». Lo paradójico es que, siendo un libro para poetas, se haya convertido en una teoría universal que, desde su aparición ha suscitado diversas reacciones. La primera fue de rechazo: ninguna editorial quería publicar la obra y el poeta estadounidense T. S. Eliot, premio Nobel, fue su primer editor. Ya advirtió el propio autor por carta a su hijo: «Es una locura de libro, en realidad no era mi intención escribirlo».
Cuenta Williams que su padre «no se arrepintió de nada», que, de hecho, «siguió trabajando en el ensayo hasta 1960, perfeccionándolo. El libro se apoderó de él, se convirtió en su biblia y la poesía fue su religión». Entró en el mundo de la lírica guiado por auténticos maestros y también por su padre. Ya en el colegio «los versos fueron su refugio cuando le maltrataban, hasta que solucionó el «bullying» aprendiendo boxeo. Se hizo muy amigo del explorador George Mallory, después, en la I Guerra Mundial, conoció a Siegfried Sassoon, también poeta y perteneciente al mismo regimiento, y más tarde a Wilfred Owen. Él les decía cómo tenían que escribir poesía. Casi fue maestro de maestros». Hasta entonces fue creyente, dejó constancia en sus primeros poemas, pero las trincheras le hicieron perder la fe, a pesar de que «cuando veía a un sargento se hacía la señal de la cruz, por si acaso», dice su hijo. Y concluyó su agnosticismo cuando conoció a Laura Riding Jackson, poetisa y su amante durante su primer matrimonio. «Su religión fue la poesía y “La diosa blanca” hablaba de lo único que le hacía creer, la inspiración poética. Cuando leí por primera vez esta obra no la encajaba muy bien porque en casa no se hablaba de religión –aunque el cura del pueblo venía a bendecir la casa por Semana Santa–. Después todo el tiempo se hablaba de esta diosa».
A William Graves, esta gramática de la poética, que es también una velada autobiografía, le hizo «alejarse de las letras para dedicarse a las ciencias», en concreto a la geología y la producción de petróleo. Si bien, en el intenso trabajo con la obra de su padre, ha descubierto «la enormidad de lo que ya conocía». Lo inabarcable que guardaba la mente poética de Robert Graves, ahora ha sido traducido por su hijo. «Pero es justo advertir a los lectores de que este sigue siendo un libro muy difícil así como muy extraño y que deben evitarlo quienes posean una mente distraída, cansada o rígidamente científica». Ya lo dijo Graves.