Una represión que no frenó a las mujeres
Arabia Saudí abrió ayer sus urnas a la población femenina por vez primera, logrando poco a poco equiparar los derechos entre ambos sexos.
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La expectación era inmensa. El federal y socialista Francisco Pi y Margall iba a pronunciar en la Universidad Central de Madrid una conferencia sobre la misión de la mujer en la sociedad. Todo el auditorio estaba lleno de féminas. Corría el mes de mayo de 1869. Aires revolucionarios y democráticos inundaban la ciudad. Pi tomó asiento, se hizo el silencio, y afirmó que la mujer podía influir en la «marcha política de los pueblos». ¿Cómo? Pues... «ejerciendo su acción sobre su marido, su padre, sus hermanos, sus hijos si los tiene». Y por si no había quedado claro, soltó: «Lo repito: en el hogar doméstico, no fuera de él, ha de cumplir la mujer su destino». Décadas después, Clara Campoamor entregaba a la imprenta un libro titulado «Mi pecado mortal. El voto femenino y yo», donde relataba, con pena, la oposición que encontró al sufragio femenino en las Cortes republicanas de 1931, y lo dolorosa que para ella fue la negativa de la socialista Victoria Kent y la comunista Margarita Nelken. Campoamor sostenía que el voto de la mujer no era feminismo, sino humanismo.
Esa doctrina de la igualdad de derechos ya estaba presente en el siglo XVIII y eclosionó con la revolución francesa aunque como fenómeno marginal y sin suerte. Théroigen de Méricourt defendió la participación femenina en la milicia, fue apaleada por mujeres y acabó en un manicomio. Los clubes de revolucionarias fueron cerrados por los jacobinos, quienes hicieron desaparecer a alguna de sus dirigentes, como Etta Palm y Olympia de Gouges. A mediados del XIX, el socialista Proudhon dijo que las mujeres tenían dos posibilidades: «Ama de casa o puta», lo que generó una grave polémica con las feministas, en especial con Jenny P. d’Héricourt. Y sin bien se celebró en París en 1878 el I Congreso Internacional Feminista, no hubo en Francia una organización fuerte que pidiera el voto de la mujer hasta la creación de la Societé de Suffrage des Femmes, en 1883, liderada por Hubertine Auclert.
Los socialistas alemanes, por otro lado, como August Bebel en «La mujer y el socialismo» (1879), vinculaban el sufragio femenino con la destrucción del orden social burgués; es el caso de Clara Zetkin, directora de la publicación «Igualdad», que ponía la «lucha de clases» por encima de la igualdad de derechos, en ostensible desprecio hacia las burguesas. A comienzos del siglo XX se creó la Internacional de Mujeres Socialistas, influida por Zetkin, que sostenía que la reivindicación del voto de la mujer no era feminista, «sino de clase y de masas del proletaria», siendo así imposible la confluencia con el «feminismo burgués». De hecho, para parte del socialismo, la participación electoral era colaboración con el régimen burgués, y el derecho a voto sólo era eficaz si seguía la senda revolucionaria. En consecuencia, la universalización del voto fue defendido sobre todo por sectores burgueses, liberales y progresistas.
De esta manera, donde el sufragismo femenino tuvo verdadera fuerza fue en Gran Bretaña. Mary Wollstonecraft publicó «Vindicación de los derechos de la mujer” (1792), denunciando los prejuicios de la época y defendiendo la igualdad. El movimiento feminista comenzó a cobrar entidad a mediados del XIX, al tiempo que el régimen liberal iba evolucionando hacia fórmulas más democráticas. Fue el elitista grupo de las Damas de Langham Place, dirigidas por Emily Davies y Elizabeth Garret, el que constituyó una primera organización. John Stuart Mill y Henry Fawcett presentaron en la Cámara de los Comunes una petición en 1867 haciendo ver la conveniencia de extender el voto a las mujeres. El escrito iba firmado por casi 1.500 mujeres. El rechazo provocó la formación de una organización netamente sufragista: la National Society for Woman’s Suffrage, dirigida por Lydia Becker. En apoyo del movimiento, John Stuart Mill publicó «El sometimiento de la mujer» (1869), que difundió la cuestión a nivel mundial, sobre todo en los países anglosajones.
Las diversas organizaciones sufragistas se unieron en 1897 en la National Union of Women’s Suffrage Societies (1897), liderada por Millicent Garret Fawcett. Consistió en un grupo de presión, ligado sobre todo al Partido Liberal, que pretendía el reconocimiento legal, y por eso fueron llamadas «las constitucionales». Lanzó campañas de información y movilización callejera. La Cámara de los Comunes aprobó en 1870, 1884 y 1897 el sufragio femenino, pero la Cámara de los Lores lo vetó. Esto llevó a que un grupo, llamadas «las suffragettes o militantes», se desgajara de «las constitucionales» para crear una organización sólo de mujeres, alejada de los partidos, y violenta: la Women’s Social and Political Union, liderada por Emmeline y Christabel Pankhurst. Su lema era «Deeds, not words» («hechos, no palabras»). Llevaron a cabo actos violentos entre 1911 y 1914 (atentados con bombas o ácido, o destrucción de comercios), e incluso planearon el asesinato del Primer Ministro, el liberal Asquith, por lo que fueron perseguidas y encarceladas. Las detenidas se negaban a tomar alimento alguno, lo que provocó más violencia al ser obligadas a comer. El gobierno disolvió la asociación de las Pankhurst y encarceló a Emmeline, que logró escapar y huir a EE UU.
En Estados Unidos, el sufragismo femenino estuvo unido a la abolición de la esclavitud. En 1837 tuvo lugar en Nueva York el primer congreso antiesclavista femenino, y pronto se vinculó con la igualdad de derechos para las mujeres. Sarah Grimké así lo hizo en su obra «Cartas sobre la igualdad de los sexos y la situación de la mujer», de 1838, que difundió a través de conferencias por todo el país. La movilización tuvo como resultado la creación en Nueva York, el 19 de julio de 1848, de la primera sociedad femenina que pidió el voto de la mujer. El grupo, dirigido por Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott, aprobó la «Declaración de Seneca Falls» exigiendo la plena ciudadanía civil y la modificación de las costumbres y la moral.
Cuestión de tiempo
Al igual que en el caso británico, constituyeron un grupo de presión. Sin embargo, el Partido Republicano, que les había ofrecido inicialmente su apoyo, no las incluyó en la 14ª enmienda a la Constitución que reconocía el voto de los libertos. Pero era una cuestión de tiempo, porque las mujeres ya habían accedido a la educación superior y a las profesiones liberales, y crearon, con ese sentido asociativo tan norteamericano del que ya hablaba Tocqueville, grupos de presión. Stanton y Anthony fundaron en 1868 la National Woman Suffrage Association, centrada en la petición del voto, que se dedicó a realizar campañas de propaganda, marchas y peticiones al Congreso. La American Woman Suffrage Association, de Lucy Stone, prefirió exigir referéndums en cada Estado de la Unión. El impulso animó a Alice Paul y Harriet Stanton a crear el Partido Nacional de la Mujer, que desplegó una actividad frenética para que aumentara el número de Estados que reconocían la capacidad de voto de la mujer, que ya eran once. En 1917 fue elegida en Montana la primera congresista de EE UU, Jeannette Rankin. Al año siguiente, el presidente Wilson anunció su apoyo al sufragio femenino, y después la Cámara de Representantes aprobó la 19ª Enmienda por una mayoría exacta de dos tercios, y en agosto de 1920 entró en vigor.
En Gran Bretaña fue el gobierno liberal de Lloyd George el que impulsó el reconocimiento del voto de la mujer, en 1917. Sin embargo, y sin tanto ruido, ya se había reconocido el sufragio activo en otros países: Nueva Zelanda (1893), Australia (1901), Finlandia (1906), Noruega (1913), y Dinamarca e Islandia (1915). Tras la Gran Guerra se generalizó, universalizando por fin la ciudadanía.
Una lucha de años en la que parece mentira que hoy en día existan países musulmanes, además de las dictaduras comunistas, donde las mujeres tienen restringido total o parcialmente el derecho al voto.