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Utopía: Historia de un «no-lugar»

El sueño de un mundo en el que hombres y mujeres convivan en un ideal de justicia igualitaria, abundancia, hermandad, paz con todos los seres de la naturaleza y eterna juventud ha sido algo recurrente en la filosofía.

El sueño de un mundo en el que hombres y mujeres convivan en un ideal de justicia igualitaria, abundancia, hermandad, paz con todos los seres de la naturaleza y eterna juventud ha sido algo recurrente en la filosofía.
El sueño de un mundo en el que hombres y mujeres convivan en un ideal de justicia igualitaria, abundancia, hermandad, paz con todos los seres de la naturaleza y eterna juventud ha sido algo recurrente en la filosofía.larazon

El sueño de un mundo en el que hombres y mujeres convivan en un ideal de justicia igualitaria, abundancia, hermandad, paz con todos los seres de la naturaleza y eterna juventud ha sido algo recurrente en la filosofía y en la ficción a lo largo de toda la Historia y que Moro concentró en 1516

Cuando Don Quijote evoca, en el famoso discurso a los cabreros, «aquella santa edad» en la que se «ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío» y eran «todas las cosas comunes», es decir, el famoso discurso de la Edad de Oro, estaba reformulando una vieja idea utópica que había rondado las mentes de los filósofos políticos desde hacía siglos. Ni Platón en «República» o «Leyes» ni Cicerón en «De legibus» podían haber intuido la existencia de un neologismo griego tan paradójico y, sin embargo, tan apropiado para sus ideas como el que inventaría Tomás Moro en el año 1516. Las visiones sobre este «no-lugar», ora apartado en el tiempo ora en el espacio, donde es posible realizar aquel viejo ideal de la edad áurea en que los hombres vivirían en un ideal de justicia igualitaria, abundancia primordial, hermandad, paz con todos los seres de la naturaleza y eterna juventud, han sido recurrentes en la filosofía y en la ficción a lo largo de la historia.

w carácter cíclico

El prestigio de la edad de oro –de origen oriental (la krita yuga india) y con estribaciones en el Edén semítico de la Biblia y en la religión grecorromana– y acaso lo que le da más fuerza como «leitmotiv» político se lo da en su carácter cíclico: aquella «dichosa edad» habrá de volver. Así, será un modelo utópico invocado por diversos políticos desde la Antigüedad hasta nuestros días, como, por ejemplo, en la Atenas de la tiranía o la demagogia y en la Roma tardorrepublicana. La idea de reformar la comunidad política en momentos de crisis con el recurso a estas ideas es tan vieja como la propia política occidental. En la crisis de la democracia ateniense, Platón fórmula su República ideal con una sociedad tripartita en cuya cúspide la clase dirigente, sabia e ilustrada en las artes de las Musas, vivirá en una comunidad primordial de bienes y de familia (en el centro de las ideas utópicas está siempre el reparto de la tierra y las funciones sociales, la hacienda familiar y unidad económica básica). Siglos después, en la crisis de la República romana, antes de que el poder unipersonal se cerniera sobre la segunda experiencia de gobierno participativo de la historia, Cicerón reformuló la segunda propuesta ideal de Platón («Leyes») en su diálogo «De legibus», haciendo una invocación de la ley natural y la razón elevada que debían inspirar el gobierno en paz y hermandad entre los hombres.

La utopía antigua ha reflexionado sobre los modelos de reforma sociopolítica, a veces como evocación fantástica o humorística, como en los viajes a países extraños de Luciano o Yambulo, o como en la idea de la ginecocracia o «gobierno de las mujeres»: Aristófanes retrata en dos de sus comedias qué pasaría si las mujeres decidieran todo y cómo se arreglarían la guerra o la política definitivamente, en un mundo irreal donde habría paz y abundancia. Desde entonces, ha abundado la literatura utópica, en forma de novelas que remiten a un mundo ideal en un más allá geográficamente aislado, muy semejante a los modelos de las Islas de los Bienaventurados, o los Campos Elíseos, y que no son sino una edad de oro en la tierra para los afortunados que puedan acceder allá. Pero, más allá de la literatura, también existieron modos de vida alternativos a la sociedad general y comunidades que podemos llamar utópicas en la historia antigua, como demuestra el ejemplo de escuelas filosóficas de vida segregada, como la de los pitagóricos. La utopía y el ideal áureo se pusieron en práctica en cenobios de diverso signo filosófico o religioso.

Así, cuando Moro esboza su modelo político en la isla de Utopía, el «no-lugar», estaba recogiendo una larga tradición de pensamiento utópico antiguo, como estudia el clásico libro de Raymond Trousson «Voyages aux pays de nulle part» (1975). El recurso a la tradición mítico-religiosa de una edad de oro prometida que habrá que retornar se combina entonces, en un momento de turbaciones políticas, con referencias claras a su contemporaneidad, para lograr una sociedad mejor y más justa, más cohesionada, en la que la educación y las artes reinen sobre el espíritu y sobre el mundo a la par. Destaca en las utopías clásicas la idea de la belleza como bálsamo para evitar no sólo los problemas espirituales de la humanidad, sino también los políticos y materiales. En la utopía de Moro se presenta una sociedad de ciudadanos versados en «Música, Dialéctica, Aritmética y Geometría», siguiendo de cerca los pasos de Platón. Y es que es curioso constatar cómo en diversas utopías la clave para la comunidad política ideal no es un gobierno complejo y con instituciones enrevesadas, sino básicamente una sociedad compuesta de buenos y nobles ciudadanos. En los momentos de crisis mencionados, los utopistas clásicos sostienen que la mejora de la sociedad ha de partir necesariamente de la mejora del individuo, de su progreso espiritual, de su educación en las artes y en los valores más elevados, que la conviertan en una nueva comunidad áurea.

Desde el Renacimiento al Siglo de las Luces, una sucesión de pensadores utópicos presentarán esta idea para la mejora del engranaje sociopolítico. Campanella, en «La ciudad del sol» (1602), describe un Estado teocrático universal basado en la cultura y el espíritu, siendo seguido años después por la «Nueva Atlántida», de Francis Bacon (1626), que recoge el testigo de las diversas ciudades de la literatura utópica, como las platónicas «Calípolis» o «Magnesia». En el caso de la Ilustración, un ejemplo claro de la utopía estética y social se encuentra en la «Educación estética del hombre», de Schiller. Recogerán el testigo de una sociedad ideal regida por la justicia, el bien y la experiencia estética Goethe y Kant, que atribuirán a las artes un papel mediador en pos de una sociedad mejorada. Y después, los que F. Engels llamaría «socialistas utópicos» también partirán de la mejora del individuo –y no sólo de sus condiciones económicas– para la construcción de una sociedad mejor. Más allá de los sistemas de producción, la insistencia clave en la educación y la moral se ve, por ejemplo, en Owen o en el «Viaje a Icaria de Cabet» (1842). En la edad protoindustrial también se tenderá a esa sociedad de ciudadanos ideales, en el marco de una redistribución de la riqueza o de un sistema con una nueva religión racionalista. No podemos dejar de mencionar, en fin, que el sueño de la utopía engendró a lo largo de los siglos diversas distopías. Piénsese en la utilización torticera y malvada de los ideales platónicos por los diversos totalitarismos que los han invocado en sus textos de referencia, desde la reacción contra la democracia burguesa por parte de los nacionalsocialistas o el cambio del modelo zarista por los sóviets.

w viaje a ninguna parte

Hoy, cuando se cumplen 500 años de la «Utopía» de Moro, hay que rememorar aquellos utopistas anteriores al que forjó este concepto, y toda la historia del pensamiento utópico posterior, con su riqueza y sus muy variadas dimensiones. Ese mundo ideal de justicia e igualdad aparecerá continuamente en un largo hilo histórico y literario que evoca este «viaje al país de ninguna parte», a través de comedias, tratados, novelas o poemas que localizan la sociedad perfecta en un lugar del pasado, en un país geográficamente aislado y lejano, o en un futuro al alcance de la mano. Los modelos utópicos pueden ser estudiados todavía hoy, en un mundo que se enfrenta a su enésima crisis, para evaluar cómo se ha querido dar respuesta, desde el pensamiento o la ficción, al anhelo de buscar una sociedad más justa y que, sobre la base de la razón común, como hubieran dicho Heráclito o Cicerón, y de la educación en las artes, permita dar respuesta a los intereses contrapuestos de cada uno de los ciudadanos que forman parte de la comunidad.

Unidad y multiplicidad, individuo y colectivo, son los temas que hay que conciliar todavía hoy en la reformulación de nuestro sistema político. La familia, los órganos de representación y la distribución de la riqueza, como evoca ingenua pero genialmente nuestro «Quijote», siguen centrando el debate sobre los proyectos que permitan a aquel mundo perfecto regresar. Ahí reside el atractivo de la Edad de Oro. Y la magia de la utopía.