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Valentina: Y el erotismo se hizo intelectual

Guido Crepax renovó la concepción del cómic en los 60 con una serie que, desde lo onírico y lo sexual, aspiraba a quitarle al noveno arte la etiqueta de infantil.

Valentina: Y el erotismo se hizo intelectual
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Guido Crepax renovó la concepción del cómic en los 60 con una serie que, desde lo onírico y lo sexual, aspiraba a quitarle al noveno arte la etiqueta de infantil.

La convulsa contracultura de la Francia de los años 60 encontró en el cómic una herramienta perfecta para la acción directa. Un medio tradicionalmente considerado como infantil, despreciado por la alta cultura, que vivía una corriente de reivindicación apoyada en figuras como Umberto Eco o Alain Resnais. A través de las publicaciones de Eric Losfeld, autores como Guy Pellaert o Jean Claude Forest abanderaron esta nueva concepción de la historieta, que encontró en el erotismo y la ciencia-ficción una forma natural para alejarse rápidamente de la etiqueta que relegaba al noveno arte a los niños.

En ese ambiente de apasionante experimentación, el estandarte de ese nuevo cómic adulto, la revista italiana «Linus», iniciaba en su segundo número la serie «Neutrón». Una reescritura de las clásicas series de género pero en la que un jovencísimo Guido Crepax mostraba en cada página cómo se empapaba de todas las tendencias artísticas, culturales y filosóficas de la época, mutando la serie a cada nueva entrega hasta el punto de que el protagonismo masculino pronto menguaría en favor de su atractiva compañera, Valentina. En apenas un número, la serie daría un vuelco total, pasando de ser la ambición de intelectualizar el espía casi superheroico a una inmersión directa en el mundo de lo onírico. Aquí el erotismo se alzaría como elemento fundamental, pero no como una excusa para justificar la lectura del adulto, sino como eje de reflexión necesario para poder desarrollar un discurso sobre la naturaleza del deseo humano y sus aspiraciones. La desnudez de Valentina fue para Crepax algo más que una artimaña con el fin de captar la atención del lector masculino. Era el icono de la defensa de la libertad del cuerpo de la mujer, de una reivindicación feminista que iba más allá de la liberación sexual. El personaje se convirtió en un emblema del cómic europeo de los años 60 y 70. Un icono del nuevo erotismo que compartía escenario con la Barbarella de Jean-Claude Forest.

Basada gráficamente tanto en su esposa Luisa Crepax como en la actriz Louise Brooks, Valentina comenzó a vivir aventuras donde la realidad se subvertía, donde lo imaginado tomaba forma orgánica y la frontera entre sueño y conciencia se diluía para explorar, precisamente, ese estado inconsciente que el ser humano se afana en ocultar. Un mundo escondido que necesitaba de un tratamiento visual y narrativo completamente distinto a lo que imperaba en el cómic de la época, lo que obligó al dibujante a explorar las posibilidades del lenguaje del cómic para encontrar nuevos caminos y recursos. Tomó la página como unidad para realizar composiciones osadas, donde la viñeta deja de ser la referencia. Cambió la clásica secuencialidad cinematográfica para desarrollar una suerte de montaje analítico espacial, donde el foco en los detalles componía un todo casi continuo. Absorbiendo como una esponja no sólo la influencia de las vanguardias del pop-art, sino también la revolución de la Nouvelle Vague de Resnais, pero sin olvidar el respeto a los clásicos, de Eisenstein a Winsor McCay. Quizá su formación como arquitecto favoreció que Crepax enfrentara cada historieta de Valentina como un gigantesco edificio, un plano infinito en el que ir definiendo cada estancia, cada esquina y cada muro, para que el lector entrara en él y se perdiera a su libre albedrío, siempre con la elegancia del blanco y negro como acompañante. Las páginas de Valentina se transformaron en gabinetes de experimentación sin fin, donde el trazo vigoroso de Crepax creaba idealizadas figuras de infinita longitud, a la vez que las viñetas desaparecían para explotar y volver como multitud de pequeñas fotografías que componían un todo donde el cerebro se perdía en infinitas lecturas e interpretaciones. Todo ello con el único eje del cuerpo de Valentina y esos profundos ojos que miraban al lector siempre inquisidores. Crepax solo necesitaba unas pinceladas para insinuar, para crear un mundo donde el lector se perdía en sueños propios confundidos con los de Valentina. Porque las historias de Valentina, más que mostrar, insinúan. Dejando a la imaginación del lector, todo aquello que el autor no muestra de una forma explícita. Nunca cae en lo grosero, burdo o vulgar como sí que otros cómics italianos de la época. El respeto de Guido Crepax a su personaje es total. Lo mismo que la consideración hacia el lector.

Las aventuras de Valentina están repletas de fantasías fetichistas, así como de un surrealismo en cierta manera bizarro. Un plano de la realidad distinto a nuestro, en el que la sensualidad nunca abandona a su protagonista. Una protagonista que vive buena parte de sus historias en un mundo onírico, en dónde la lógica deja paso al placer y la experimentación.

w pareja y maternidad

Durante los casi treinta años de vida de la serie, Valentina creció y maduró, explorando los problemas de la vida cotidiana, la pareja o la maternidad. Siempre desde esa vertiente psicoanalítica que encontraba en los sueños la mejor materia para entender el pensamiento del ser humano. Haciendo incursiones en mundos tan separados como la magia o el sadismo, pero encontrando sutiles líneas de conexión a través de esos deseos ocultos de la psique que se manifiestan como delirios o, quizás,pesadillas.

Guido Crepax (1933-2003) fue uno de los autores italianos más reconocidos y aclamados por la crítica. Arquitecto de formación, pero apasionado del cine y del jazz (su padre era violonchelista), sus primeros trabajos en la ilustración fueron precisamente portadas para discos de grandes como Charlie Parker, Gerry Mulligan, Louis Armstrong o Fats Waller. Tras haberse dedicado durante años a la publicidad (como anécdota, recibió la Palma de Oro por la campaña de Shell en 1957), comienza a realizar historietas en 1963, pero tardaría dos años en comenzar a publicar su obra más reconocida, «Valentina». La serie, inicialmente protagonizada por el héroe Neutrón, se publicaría durante casi treinta años con más de una treintena de historias y obras extensas como «La Linterna Mágica» o «Valentina Pirata».

Pero la reportera creada para la revista «Linus» no fue la única incursión de la prolífica carrera de Crepax en el cómic, donde desarrollaría una amplia obra, primero con heroínas que emulaban en algunos aspectos a su más famosa creación: en 1967 crearía a Belinda, en 1968 a Bianca, que protagonizaba una reescritura del «Gulliver» de Swift y tras ella a Anita (1972), con la que criticaría la creciente influencia de la televisión desde una perspectiva felliniana. Tras estas, Crepax se centró en el erotismo con obras como «Casanova» (1976) o las adaptaciones de clásicos de la literatura como la «Historia de O» (1978), «Justine o las desventuras de la virtud» (1979) y «Emmanuelle» (1979).

También se adentró en el género de terror haciendo adaptaciones de personajes clásicos como “Drácula” (1983), “Dr. Jekyll y Mr. Hide” (1987), “Otra vuelta de Tuerca” o “Frankenstein” (2002), que se convertiría en su última obra.

Guido Crepax moriría en 2003, por las complicaciones de la esclerosis múltiple que padecía, pero que no le impidieron dibujar hasta el último momento de su vida.

Se puede decir que las primeras formas de cómic adulto fueron, precisamente, los tebeos eróticos que se distribuían a principios de siglo. Las conocidas como «Biblias de Tijuana» era versiones desvergonzadas de los personajes de éxito que se publicaban en la Prensa «seria», pero que gozaron de una popularidad inmensa y un desparpajo creciente hasta ser verdaderas publicaciones pornográficas. Sin embargo, la consideración del cómic como medio infantil relegó estas expresiones a la clandestinidad o a versiones más rebajadas como la «Jane» de Norman Pett o «Betty Boop» de los Fleischer (en la imagen), hasta que en los años 60, tanto el movimiento underground americano como la contracultura de mayo del 68, reivindicaron la historieta como medio adulto en el que el género erótico se convertiría en un referente. Desde entonces, ha formado siempre parte de la oferta del cómic, incluso teniendo durante años revistas especializadas como «Kiss Comix» o protagonizando líneas editoriales propias como ocurre en Japón dentro del fenómeno de dimensión internacional de manga. Grandes autores como Moebius, Azpiri, Bernet o Alan Moore han hecho sus pinitos en el género, aunque quizá el más reconocido sea el italiano Milo Manara. Pero no han sido sólo grandes dibujantes los que han probado suerte. También actrices especializadas en cine para adultos han trabajado en cómics de género erótico. Es el caso de la italiana Selen, que en los 90 entró con fuerza en ese mundo con una revista que llevaba su propio nombre o, más recientemente, la actriz Miyuki Son, que junto al dibujante español Raúl McClane ha lanzado su propio manga protagonizado por esta joven de origen asiático. El cómic erótico lejos está de convertirse sencillamente en un nicho para onanistas sin interés artístico, aunque es cierto que ya no mantiene la misma presencia en el mercado como lo hizo entre los 70 y 90.