Teatro Real
Vaya, vaya, Donizetti sí tiene playa
El Teatro Real repone a partir de mañana la divertida y gamberra versión de “L’elissir d’amore” con dirección de escena de Damiano Michieletto y que ya se pudo ver en coliseo hace seis años, con Erwin Schrott como Dulcamara
El Teatro Real repone a partir de mañana la divertida y gamberra versión de “L’elissir d’amore” con dirección de escena de Damiano Michieletto y que ya se pudo ver en coliseo hace seis años, con Erwin Schrott como Dulcamara
Una pareja madura sale por una esquina del escenario. Él le da crema a ella y después es la mujer quien embardurna a su acompañante. Pasan unos minutos y estalla el bullicio en plena playa. Una locura de colchones inflables, flotadores y toallas. En un segundo las tumbonas libres han desaparecido. Y arranca la historia haciéndolo suyo, “aunque lo trabajo cada día como si lo debutara esa tarde. Lo he hecho mío”. En 2013 Schrott no era el mismo que hoy, aunque su Dulcamara conserve esa galanura y chulería del personaje. “Ha evolucionado a mi lado o yo he crecido junto a él, porque no sé si es mi vida la que participa en la ópera o es la ópera la que participan en mi vida. Lo qué si sé es que se comunican entre ellas. Cantar lo es todo”, asegura y confiesa que todo se lo agradece a Mozart, porque sus Don Giovanni también es él, lo mismo que Leporello. “Me ha dado tanta felicidad. Soy un tipo afortunado que se siente superbendencido con lo que tiene”.
Schrott se siente orgulloso de no haber dado bandazos con el repertorio, de haberse mantenido en la línea que podía cantar. “Kraus cantaba como Dios”, suelta. Y habla de esa aparente, solo aparente, facilidad, con la que parece que encara cada papel cuando pisa el escenario. “Se lleva muchas horas y mucho tiempo, pero cuando es tu pasión del joven enamorado de la muchacha que tiene ojos para cualquiera excepto para él. Nemorino colecciona las calabazas que le da Adina. Hasta que un charlatán, un vendedor de humo, de ilusiones para desesperados, que trafica con farlopa, le cambia, cree él, la vida. Hace seis años el montaje llegó al Teatro Real. Cantaban en aquella ocasión una deliciosa Nino Machaidze y un encantador Celso Albelo. Dulcamara, el chulo vociferador era Erwin Schrott, el único que regresa en el elenco.
¿Es un traje hecho a la medida del barítono uruguayo? Ríe y sabe que en el fondo, la respuesta es afirmativa. "Lleva más de veinte años no pesa”. La alegría que se ve encima del escenario asegura que no es impostada. “Los pasamos de maravilla, dentro y fuera. Nos reímos de verdad”, dice. En el ensayo general quedó patente. Que se lo pregunten a Juan Francisco Gatell, el tenor argentino que cantó en lugar del Nemorino del primer reparto y que al salir a saludar y recibir una palmada de Schortt dio con la nariz en el suelo, en la arena. Risas. Y más bromas. “El Real es como si fuera una familia, como regresar a casa, y ese positivismo que hay se tiene que notar. Aquí no hay una ficha más importante que otra”, comenta.
Es un hombre de su tiempo, un bajo barítono preocupado por el cambio climático, por el problema de los plásticos, por la educación de los hijos. Y que da una importancia capital a la familia. De su abuela guarda mil recuerdos. Y un remedio que comparte para gargantas con afonía y que hay que cocer a fuego lento. “Me ha ayudado a no cancelar funciones”, desvela. Y buena mano también para la cocina. Muy buena, a tenor de la comida que el sábado preparó para sus padres, hija y esposa y cuya receta también nos cuenta. Así contada parece tan sencilla como cuando se baja del coche que le lleva hasta la orilla del chiringuito Adina, se quita las gafas y vende polvo blanco. Otra cosa es, como el papel de Dulcamara, todo lo que tiene detrás.
No todo, dice, está en la voz. Mucho sí, claro, pero no todo. El resto lo ponen “el intelecto, los nervios, el desenfreno a la hora de buscar y ese inmenso placer que provoca hacer este trabajo gigantesco”. ¿Miedo? Jamás. “Eso lo único que hace es restar”.
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