Werner Herzog, perdido en el desierto
El director naufraga con «Queen of The Desert», una historia de amor y aventuras que casi parece una parodia del género
«Debería haber hecho películas sobre mujeres mucho más pronto», se lamentaba ayer Werner Herzog. «Fitzcarraldo, Gaspar Hauser, el “Teniente Corrupto’’... Siempre hombres». Lo decía al hilo de «Queen of the Desert», su nueva película de ficción, que cuenta la historia de Gertrude Bell, la versión femenina de Lawrence de Arabia, y que ayer presentaba en la Berlinale junto a Nicole Kidman y James Franco. Éste recordaba, muy acertadamente, que en el cine de Herzog «es la primera vez que hay una historia de amor. Era divertido ver a un gran maestro planteándose las escenas románticas como un nuevo reto». Resulta entre conmovedor y patético comprobar que el hombre que cruzó la selva amazónica con un barco gigante es, a los 72 años, incapaz de filmar un flirteo o un beso. Si Herzog no fuera una leyenda viva del cine teutón, el Berlinale Palast se habría venido abajo de abucheos.
Exotismo de cartón piedra
A Herzog no hay que hacerle mucho caso. Como buen narcisista, tiene poca memoria. Lo último que ha rodado es siempre lo mejor. Sorprende que ayer proclamara que nunca se ha filmado el desierto como en esta película («con tormenta de arena real incluida», matizó), cuando su segundo filme, «Fata Morgana», allá por 1971, era un montaje de imágenes del Sahara con meditaciones en clave de «spoken word» y canciones de Leonard Cohen. La magnética belleza de ese singular documental da paso a una belleza de postal, como de artrítica «Memorias de África», en esta académica, tediosa «Queen of the Desert». La película pervierte dos de los elementos favoritos de la filmografía de Herzog –la monumentalidad de la Naturaleza y el héroe que se deja arrastrar por ella– para convertirse en una cinta de aventuras carpetovetónica, con sus toques de melodrama «old fashioned» y exotismo de cartón piedra. Es tal la ineptitud de Herzog para hacer personal semejante material de partida que, durante el primer tercio de metraje, monopolizado por la relación amorosa entre Gertrude Bell y Henry Cadogan (James Franco), diplomático y jugador, da la impresión de que está parodiando los romances clásicos de Hollywood. Lo inquietante es que no, «Queen of the Desert» va en serio.
También es sorprendente que, siendo Bell una de las principales negociadoras en la redefinición de las fronteras de Oriente Medio después de la Primera Guerra Mundial –el momento en que el Imperio Otomano fue desplazado por el Imperio Británico– la película resuelva la dimensión política del personaje en cuatro o cinco secuencias de aliño. «Quería retratar el mundo árabe, que ahora, y con razón, está demonizado por los medios, de una manera distinta», declaró Herzog. «No estamos aquí para dar lecciones de Historia sino para contar historias». Es una opción discutible, sobre todo porque la película idealiza de un modo poco verosímil las travesías por el desierto de Bell y su contacto con los beduinos. Si fuera tan fácil cruzar océanos de arena, muchos no habrían muerto en el intento. Por cierto, el iraní Jafar Panahi sigue vivo y coleando. La pena de seis años de prisión que le convirtió en causa célebre en la comunidad internacional se ha traducido en una especie de libertad vigilada que, eso sí, no le permite dirigir películas convencionales ni salir del país para promocionarlas. «Expresarme a través del cine es mi vida. Nada podrá impedirme seguir siendo un cineasta», escribe en un comunicado oficial para explicar su ausencia en el certamen. «Taxi» no ha superado los filtros de la censura oficial, de ahí que carezca de títulos de crédito, pero sí, es una película que cree en el cine como impulso, como acto de fe.
Con un dispositivo similar al de «Ten» de Kiarostami, Panahi convierte un taxi en su plató móvil. Él es el conductor, y sólo necesita una cámara pegada al salpicadero, que mueve reencuadrando el exterior y el interior del coche, y unos cuantos pasajeros que funcionan como interlocutores ¿reales? ¿ficticios? para hablar de la sociedad iraní y, sobre todo, de la necesidad de hacer cine. Es admirable cómo Panahi consigue hacer un sofisticado ejercicio metalingüístico con tan pocos recursos. Como en la magistral «This Is Not a Film», descarta todo discurso victimista para demostrarnos que cualquier persona es personaje cuando entra en contacto con la cámara, y que, por lo tanto, el cine nace del gesto, de la palabra, de la imagen más insospechada. Del vendedor de «top manta» que busca socios en cineastas clandestinos, del moribundo que necesita de la imagen grabada para que su mujer herede sus bienes, de la sobrina que quiere rodar un corto. Todos, dice Panahi, necesitamos el cine para vivir.