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Y Cristo se paró en la batalla de okinawa

Mel Gibson dirige «Hacksaw Ridge», una película bélica que aspira a ser la más violenta de la historia y en la que el protagonista sufre un martirio tratando de ayudar a sus compañeros, un relato con correspondencias en la historia bíblica.

El actor y director australiano Mel Gibson, ayer, en la Mostra de Venecia
El actor y director australiano Mel Gibson, ayer, en la Mostra de Venecialarazon

Mel Gibson dirige «Hacksaw Ridge», una película bélica que aspira a ser la más violenta de la historia y en la que el protagonista sufre un martirio tratando de ayudar a sus compañeros, un relato con correspondencias en la historia bíblica

Cuando ayer, en la rueda de prensa de «Hacksaw Ridge», su última película como director después de un parón ¿forzoso? de diez años, un periodista italiano le preguntó a Mel Gibson con qué palabra resumiría su carrera en Hollywood, respondió de forma contundente: «Supervivencia». De un modo u otro, sus cinco películas como cineasta hablan precisamente de la vida como cruel martirio, protagonizada por un héroe que se coloca por voluntad propia una corona de espinas para salir redimido del empeño. No es extraño, pues, que la historia real de Desmond Doss (Andrew Garfield), joven frágil, miembro de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y objetor de conciencia que las pasó canutas para que el ejército le permitiera salir durante la Segunda Guerra Mundial al campo de batalla –¡y qué batalla, la de Okinawa nada menos!– sin tocar un arma, despertara el interés del actor y director australiano. Después de todo, podría haber gritado a los cuatro vientos aquello tan flaubertiano de «Doss, c’est moi».

w redención

Hubo un día en que prefirió gritar: «¡Malditos judíos! Los judíos son los responsables de todas las guerras en el mundo». Fue en la época del estreno de «Apocalyto» (2006), después de que la policía de Malibú lo detuviera por conducir borracho. Empezó a cavar su propia tumba, y a los dos años le colocó una linda lápida, tras maltratar e insultar a su novia con improperios racistas, que ésta divulgó en unas cintas que le condenaron a un ostracismo del que sólo le sacó Jodie Foster en «El castor» (2011). Da la impresión de que, imbuido del espíritu penitente de su magnífica interpretación en arameo de las Sagradas Escrituras en «La pasión de Cristo» (de la que ha anunciado, ojo al dato, una secuela), Gibson quisiera convertirse en mártir de la hipócrita causa de la salvación de Hollywood en un singular ritual donde la pérdida de la fe (en el mundo, en sí mismo) y el sadomasoquismo fueran la misma cosa. Sabiendo, por supuesto, que en las líneas de su mano estaba escrita su resurrección.«Para mí, un hombre corriente haciendo cosas extraordinarias en circunstancias increíblemente difíciles es materia prima de leyenda», contó Gibson. «Es innegable cuál era la esencia de Desmond Doss: fue un hombre de gran coraje, de convicciones muy fuertes y de una fe enorme. Irse a la guerra así, únicamente armado con tu fe... Muy creyente has de ser para conseguir lo que consiguió». Que no fue poco: logró salvar a 76 soldados de su batallón sin tocar un rifle, mientras los japoneses (sin rostro, por supuesto) mataban sin mirar a qué.

Dos en una

«Hacksaw Ridge» contiene dos películas en una que no acaban de llevarse bien. La primera tiene un tono elegíaco, clásico, a lo Clint Eastwood en «Banderas de nuestros padres» y «Cartas desde Iwo Jima» o a lo Steven Spielberg en «Salvar al soldado Ryan». Es la que corresponde al retrato de la vida de Doss en un pueblo de Virginia, con un padre alcohólico, traumatizado por la Gran Guerra, y una madre sufriente. El aliento fordiano no se aviene al estilo de un cineasta menos atento a las tradiciones que a la acción troglodita, y que aquí tiene que empatizar con la ingenuidad de un chico que parece haberse caído de un guindo. La segunda es la que se desarrolla en el campo de batalla, una sangrienta acción en la que Gibson se siente sin duda más cómodo, y que ocupa más de una hora de metraje.

Por supuesto, en rueda de prensa, el feroz Mad Max se declaró antibelicista, aunque, afirmó, «hay que honrar a los que se sacrifican en las guerras». El actor de «Alma letal» lo hace aspirando a lograr la película bélica más violenta jamás rodada. «Tienes que transmitir el caos de la batalla. Filmar la guerra como un acontecimiento deportivo». Huelga decir que se disculpó de inmediato por la comparación, pero era su inconsciente, bocazas y políticamente incorrecto, el que hablaba por él ante los periodistas. En efecto, la impresión en directo es intensísima. Cabezas reventadas, cuerpos desmembrados, heridas supurantes, ratas devorando cadáveres... Si su Cristo sangraba hasta por los párpados, su alter ego bélico tiene que soportar lo indecible, lo que no se puede nombrar, para que se haga el milagro. Es un fragmento de cine puro: si Fuller hubiera creído en Dios, comulgaría con Gibson.

Puede resultar paradójico que un alegato pacifista –y patriótico, por supuesto: es una película que aplaudiría el mismísimo Donald Trump– esté empapado en sangre, y parezca tan fascinado por la crueldad de sus imágenes de horror, aunque la fuerza de las escenas bélicas, rodadas con un nervio y un fuste innegables, está precisamente en su disuasoria violencia. No es éste un filme para creyentes sensibles, aunque el personaje de Doss, en pleno fragor de la batalla, invoque a Dios constantemente para que le ayude a salvar a cada uno de sus compañeros, los mismos que no dudaron en humillarle durante el periodo de entrenamiento y tomarle por un cobarde de tomo y lomo. Curando heridas, rescatando moribundos, practicando torniquetes e inyectando benévolas dosis de morfina, Doss demuestra al mundo que a héroe no le gana ni Dios, literalmente. No cuesta demasiado desentrañar el sentido simbólico de esa redención pública: tanto en «Blood Father», thriller de Jean François Richet que protagoniza y que se estrena la próxima semana en España, como en «Hacksaw Ridge», Gibson quiere decirnos que, en el fondo, es una buena persona. Aunque lo escriba con sangre fresca y tenga que crucificarse para que nos lo creamos.