Y la corrección política terminó tapando la ceremonia de los Oscar
Hubo un tiempo, hace no mucho, en el que nos vendieron que vivíamos en la era digital: todo estaba, o iba a estar, a golpe de «click», en un simple pestañeo (si el «Efecto 2000» lo permitía). Luego llegaron otras ramas de la evolución contemporánea que llevarían al mundo hacia lo «healthy» y las tecnologías renovables e infinitas; u otra vía mucho más abrupta en el que los populismos, ya fueran con tupé áureo o con coleta, iban a acabar con el bienestar logrado con sangre, sudor y lágrimas durante la segunda década del siglo XX. También reapareció el feminismo que, espoleado por el #MeToo, acabaría con las injusticias de género y haría de nosotros una sociedad más justa. Pero, entre unos y otros, peleas de más o menos calado, las cosas que han pasado como el viento y las que se han quedado por su propio peso, lo que sí ha terminado instalándose, de aquí a Lima, es un planeta en el que no se permiten los resbalones ni los pies fuera del tiesto. Ni siquiera la puntita. Ni un día tonto cuando uno tenía 15 años en el que dijo «maricón» en lugar de «homosexual» o en el que bebió de más y acabó durmiendo sobre un seto, por ejemplo. Suerte la suya si no dejó constancia de ello –siempre dentro de los límites legales, por supuesto–. Vídeo, pantallazos de móvil, una publicación en las redes, una grabación tomada de extranjis, un comentario fuera de lugar... Todo es susceptible de cargarse una carrera que se presumía intachable (hasta que se emborrona) y que, desde ese momento, ya no se levanta ni con el perdón más sincero. Bombas que explotan cada día en los medios, el Congreso, la calle, en casa... y que si estamos en público ruborizan, aunque no tanto si suceden en privado, que, entonces, las manos a la cabeza se convierten en fanfarronadas y/o risas. El enésimo caso ha llegado en ese mundo que pretende ser perfecto, Hollywood, sí, ese lugar en el que delante de la cámara todo aparenta ser «top» y que de puertas adentro tiene cierto hedor a trigo sucio, o donde el bisturí pretende tapar los traumas de cada cual. Pues allí, en su momento zenit de la temporada, la gala de los Oscar, han vuelto a pinchar en hueso, convertido esta vez en las carnes de Kevin Hart. El cómico parecía idóneo para una Academia que lleva años intentando integrar a los negros –sin ningún ánimo de ofender– en sus premios. Pero se les olvidó rebuscar en un pasado en el que el también actor había sacado el penalizado pie del tiesto, porque tampoco vayamos a justificarle. Hart ya ha confesado «ser otro», pero frases como «si puedo evitar que mi hijo sea gay, lo haré» (2010) y tuits en los que se jactaba de haberse asustado del «gay más grande de la Historia» han sido suficientes para renunciar a un puesto que ahora se convierte en la patata caliente del 24 de febrero. Como en todo, Hollywood vuelve a aparentar la pureza de su estatuilla, «el tipo de hombre que necesitamos», dijo Jimmy Kimmel, inocente y último presentador de la gala, que argumentaba: «Miradlo, las manos donde deberían verse, no dice palabrotas y no tiene pene». ¿Quién quiere ocupar un lugar que se va a mirar con lupa y del que tiene muchas opciones de salir escaldado? Pues los focos apuntan a «Saturday Night Live»: «Un grupo de famosos de ese estilo», confesaban a «Variety» desde la Academia. Vamos, que puede que ni haya presentador al que perseguir.