El voleón
40 años del España-Malta, la flor y lo que no es la flor
Aquel partido en el Benito Villamarín fue la victoria fundacional de la era moderna
Aún no se había apagado el eco del gallito más célebre de la historia de la televisión, obra de José Ángel de la Casa, y formaban una piña los jugadores españoles, alborozados por su improbable gesta, cuando habló Alfonso Azuara desde la vera misma de Miguel Muñoz: «Esto realmente parece increíble, el milagro se ha conseguido. Si no existe ningún trasfondo, si este resultado es sólo producto del juego español, ciertamente es para felicitar al equipo». El primer mandamiento del periodismo, aunque España acabe de clasificarse para la Eurocopa al cabo de un partido memorable, es cuestionarse lo que ve. Y al reportero de RTVE, esa goleada escandalosa (12-1, nueve goles en la segunda parte) le pareció sospechosa. Ya no quedan profesionales así ni medios que permitan esa bendita insolencia.
Vacaciones pagadas en la Costa del Sol a Bonello y a sus amigos malteses o no, porque la rumorología de la época fue fértil e insidiosa, lo cierto es que aquella fue la victoria fundacional de la era moderna de una España que, de la mano de Miguel Muñoz, logró a partir de ella convertirse en subcampeona de Europa y borrar, con los cuartos de final en México 86, el fiasco del Mundial en casa. Era Muñoz un seleccionador competente, doble campeón continental en el banquillo del Madrid y protagonista de campañas históricas en Granada y Las Palmas, dos ciudades en las que todavía marca su cénit futbolero este bon vivant enamorado de Sevilla que aprovechó que aquel partido se jugó en el Villamarín para convertir a la capital andaluza en sede fija de los partidos oficiales de la selección.
Le afeaban a Muñoz sus detractores, que en España nunca faltan, la cimentación de sus éxitos sobre el auxilio recurrente de la Diosa Fortuna, que compensaba su falta de sapiencia. «Una flor en el culo» e incluso un jardín, le reprochaban poseer, ignorantes del refranero popular, cuando advierte que «al saber lo llaman suerte», y de la costumbre de Napoleón de elegir a sus mariscales no en virtud de su conocimiento de la ciencia militar, sino tras asegurarse de que eran hombres suertudos. Pasaron casi treinta años sin que la Selección jugase otra final y lo logró, ¡bingo!, Luis Aragonés. La suerte, y tal.
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