Opinión

Video killed the radio star... de un ataque de vanidad

Las retransmisiones de fútbol se han victimizado con un deseo permanente de innovación y sacar a un narrador en pantalla berreando es distraer de lo mollar

Javier Tebas, presidente de LaLiga
Javier Tebas, presidente de LaLigaIsabel InfantesEuropa Press

Cuando el dedo señala la Luna, sólo los necios miran al dedo. Este proverbio chino es permanentemente aplicable en la era del postureo digital, un tiempo infausto en el que el ser humano fija su atención en mil detalles accesorios, fútiles e irrelevantes para no fijarse en lo sustancial. Cuando un equipo marca un gol, habría sentenciado hoy un Sun Tzu revisitado, sólo los (realizadores) necios se fijan en un señor vociferante que dice gooooool. Ya era llamativa, por inútil mientras no se agreguen las conversaciones entre los árbitros, la insistencia por pinchar la cámara esquinada de la sala VOR mientras se dictamina un fuera de juego, así que figúrense el estupor ante la futilidad de la conexión con la cabina de los comentaristas.

Desde los gloriosos tiempos de José María García y el fútbol retransmitido por las autonómicas los sábados por la noche, el aficionado inquieto se acostumbró a escuchar por el transistor lo que veía en la tele, huyendo del soso academicismo de los émulos regionales de José Ángel de la Casa. El hincha hipotenso, por su parte, era mecido por el blablablá monocorde de los narradores institucionales y sólo se sobresaltaba cuando, por ejemplo, el exfutbolista internacional Quino (hijo de Juan Sierra, poeta del 27) reivindicaba su acento andaluz con pronunciaciones literales de nombres como Sergi (tal como se lee, nada de «Seryi») o cuando ese bendito genio de la incorrección política que es Julián Rubio se preguntaba si cierto futbolista «es un hombre feo o un mono guapo».

Advertía Bertolt Brecht que «explicar lo obvio conduce irremediablemente a la melancolía», una máxima que contradiremos para ilustrar a nuestros cabezas de huevo multimedia. ¿Saben ustedes, queridos niños, que el énfasis reforzado de los radiofonistas se debe a la necesidad de «pintar» el partido para quien no lo está viendo? A no ser, claro, que sean ellos los que se mueran por sacar su careto en la tele, en cuyo caso quedará verificada la canción de The Buggles y el vídeo habrá matado a la estrella de la radio, en efecto, pero de un ataque de vanidad.

Las retransmisiones de fútbol, desde aquel alarde inútil del carrilito ferroviario para seguir al linier de Canal Plus a comienzos de los noventa, se han victimizado con un deseo permanente de innovación, algo así como la desconstrucción de la tortilla de patatas perpetrada por algún pope de la gastronomía: se invierte dinero y talento en estropear algo que es perfecto. Si no tenían bastante con emborronar la pantalla con números nada elocuentes («el central del Fluminense Pepinho Maravilhao gana el 63,4% de los duelos aéreos tras saque de banda por la derecha», por ejemplo), hace unos años plantaron esos mapas de colorines que remiten directamente a la película «Depredador» (1987), un clásico de la ciencia ficción.

Ahora, en fin, sacan en una esquina de la pantalla a unos tíos berreando en un intento por distraer al espectador de lo mollar: si el árbitro es burriciego, si ese fichaje pagado a precio de oro es un paquete, si la mujer del central leñero tiene que dormir con espinilleras… La LFP cree que mejora su producto con alardes tecnológicos y comentaristas sin olor, color ni apenas sabor para quienes todos los equipos tienen «un modelo de bloque bajo y con buen pie». ¿Qué carajo querrá decir eso, Dios mío? Y la purita verdad es que los partidos son cada vez más aburridos.