Adiós al «Sabio de Hortaleza»
Cuando todo cambió
En la Eurocopa de 2008 Luis utilizó toda su experiencia para ser cómplice de los futbolistas y convencerlos del éxito
«Yo me voy al linier, yo me conozco el nombre de los linieres. Yo voy al cuarto árbitro y le digo Joseph (yoseff, yoseff), y él piensa, joder me conoce», explicaba Luis Aragonés en una de las últimas charlas en la Eurocopa de 2008. Los jugadores, sentados en una silla enfrente de él, no pueden dejar de reír. Ése era el estilo del entrenador. Daba instrucciones y después rompía con una broma. Había que ser responsables, afrontar el vértigo del éxito, pero hacerlo sin presión. Luis lo consiguió.
Fue un mes en un pequeño pueblo de Austria, Neustift, al pie de la montaña, con calor, con muchas moscas y la sensación de que cada paso que daba la Selección era único. El equipo técnico había elegido un lugar relajado, donde los futbolistas estuviesen tranquilos mientras se disputaba el torneo. Para Luis Aragonés uno de los grandes rivales de una concentración larga era el hastío. Y en parte, su éxito se basó en que a los jugadores el tiempo no se les hiciese eterno. En realidad, casi nadie estaba preparado para estar casi un mes en aquel sitio. Se esperaba lo de siempre: perder en cuartos de final, quizá antes, y volver a España con la resignación habitual y las maldiciones que eran ya un lugar común. Gente de la expedición tenía viajes programados para antes de que terminase el torneo. A lo mejor sobraba talento, pero había una tremenda falta de fe.
Menos Luis. Él creía. Él dominaba los tiempos, también las situaciones. Él decidía en qué supersticiones había que continuar creyendo. Como antes del primer partido se reunió con un grupo de periodistas y le fue bien, repitió esa reunión antes de todos los encuentros. Y no falló.
Consiguió vencer al hastío, logró hacer a los jugadores partícipes de su fe. «No sé qué dice la Prensa de cuartos, no sé qué dice la Prensa. Esos pensamientos fuera. Salimos a ganar», les decía en una charla técnica. A todos los convenció: a los que jugaban y a los que no. Luis llevó un equipo titular, tres o cuatro suplentes que iban a jugar y un grupo de buenos futbolistas, jóvenes, pero que sabían que su papel dentro del césped era secundario. Y permitió que ellos manejaran sus códigos y vivieran sus reuniones. El ambiente de aquella Selección fue inigualable. Un grupo de amigos que jugaban a las cartas y de los que Luis era el jefe. «Porque yo, como entrenador, ya tengo ganas de ganar una Eurocopa», les decía. Antes del primer partido contra Rusia, fue muy claro: «Nos ha llegado el momento, nos han metido hostias de todos los colores, vamos a demostrarlo en el campo».
Si había que dejar las cosas claras, lo hacía. Luis ya tenía años de fútbol cuando ocupó el banquillo de la Selección. Sabía que los medios de comunicación juegan un papel importante a la hora de crear ambiente y también en la relación con los futbolistas. Cuando empezó el torneo vivió sus diferencias con Sergio Ramos. Los entrenamientos eran públicos para la Prensa y al final de uno se sentó en el césped con el defensa y hablaron entre ellos. Según dijo Luis después, en conferencia de prensa, el entonces lateral derecho había incumplido algunos códigos: «Sergio a veces hace alguna cosita que no debe fuera del campo».
Pero en otra conferencia de prensa, un periodista extranjero le enseñó la portada de un periódico en el que se veía al lateral supuestamente en una discoteca: «No me ha cogido a mí en la discoteca de milagro. Quizá es que no me vio o no me conoció. Los jugadores, en su día libre, pueden hacer lo que quieran. Como las concentraciones son tediosas, marcamos ciclos de cuatro días y un día libre para hacer lo que se quiera. A ver si en el próximo que tengamos no me ven a mí con él», explicó, defendiendo a su jugador.
Porque él conocía como nadie él fútbol. «Esto es para listos», les dice en la charla antes de la final. Schweinsteiger era un futbolista que se calentaba mucho. «Al siete, al del nombre impronunciable», continúa, «le decimos algo para intentar echarle. ¿Lo hacemos, capi?», le pregunta a Iker Casillas. Y éste se ríe.
Con esas charlas, Luis, con pelo blanco, ya mayor, se fue ganando a los jóvenes futbolistas. Les tuvo contentos a todos, les dejó hacer y les convenció de que era su momento para tocar la gloria. Los resultados le dieron la razón. El ambiente sólo se enrareció al final, cuando el entrenador supo que no iba a seguir y le dolió que la Federación no le ofreciese continuar en el cargo. Fue entonces un técnico dolido, como si necesitase cariño. Esperaba que la Federación, al menos le intentase convencer para que recapacitase. No sucedió: Aragonés se marchó y luego sólo entrenó al Fenerbahce. En el avión de vuelta de Austria, los futbolistas corearon: «Luis, quédate». Antes, la noche de la final, al acabar el partido. todos se abrazaban, corrían no sabían qué hacer, locos en el campo, Luis se retiró sin llamar la atención, a la soledad del vestuario.
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