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Italia-Turquía

¡Mamma, li turchi!

Los habitantes de la Península Itálica tienen pesadillas desde hace siglos con la toma de Roma por la horda otomana

Aficionados italianos celebran la victoria ante Turquía en el partido inaugural de la Eurocopa
Aficionados italianos celebran la victoria ante Turquía en el partido inaugural de la EurocopaANGELO CARCONIEFE

La primera clasificación de Turquía para un Mundial fue en Roma a costa de España. Con Stalin recién fallecido, la Unión Soviética se retiró del triangular que debía otorgar una plaza para Suiza 54 y la selección nacional, empoderada por la cuarta plaza de la edición anterior en Brasil, se aprestó a merendarse a los turcos con la delectación de quien saborea un baklava en una terraza fanariota. La victoria por 4-1 en la ida presagiaba una fácil resolución en Mithapasa, viejo campo del Besiktas en la parte europea de Estambul donde los locales ganaron por la mínima. FIFA no contemplaba aún la diferencia de goles y el playoff se desempataría en la capital italiana, a medio camino entre los dos países.

Sin Zarra ni Kubala, lesionados, comparecía en el (futuro) Olímpico romano una España debilitada que se adelantó mediante Arteche, pero que, tras la remontada turca, arrancó un empate agónico con un gol de Escudero. La prórroga no movió el 2-2 y la igualdad, después de trescientos minutos de fútbol, la rompería un niño escogido al azar entre los espectadores, Franco Gemma, que metió la mano –inocente por las que hilan– en una copa con los ojos vendados y sacó un papelito que ponía, en la lengua de Dante Alighieri, «Turchia». La selección nacional no volvió a una gran competición hasta la Eurocopa ganada en 1964, una década de travesía del desierto durante la que se aludía con recurrente rencor al maldito «bambino» como epítome del infortunio que perseguía al fútbol patrio.

Italia, cuatro veces campeona del mundo, también debe su único título europeo a un guiño de la fortuna. En 1968, se medía con la URSS en la semifinal de Nápoles, una de esas ocasiones maravillosas en la que la Squadra Azzurra forjó su leyenda de impenetrable cuando practica el nobilísimo arte del «catenaccio». No se autorizaban todavía los cambios y los transalpinos se vieron en inferioridad numérica en el minuto 5, cuando su estrella, el milanista Gianni Rivera, se retiró lesionado. El seleccionador, Ferruccio Valcareggi, ordenó una defensa a ultranza alrededor de Dino Zoff, el portero que catorce años después, y ya cuarentón, levantó la Copa del Mundo en el Bernabéu para alborozo del anciano presidente Sandro Pertini. El partido, prórroga incluida, terminó 0-0 y Giacinto Facchetti, capitán azzurro, «marcó el gol» de la victoria al elegir cruz en el sorteo que determinó el finalista por el procedimiento de la moneda al aire. Los italianos se proclamaron campeones contra Yugoslavia a la segunda (2-0), en el desempate de la final que concluyó empatada a uno.

La Península Itálica vive desde hace casi un milenio aterrada ante la posibilidad de que la bandera de la media luna ondee en las torres de sus iglesias igual que preside la catedral constantinopolitana de Santa Sofía desde 1453. Tan «Romano» era ese Imperio de Oriente como el de Occidente y nunca renunciaron las hordas de Solimán, que sitió Viena, a la hegemonía mediterránea. La expresión «Mamma, li turchi» (Mamá, los turcos) se emplea todavía como equivalente a nuestro «que viene el coco» e incluso existe una canción infantil, seguramente amortizada en estos infaustos tiempos de ofendiditos y corrección política, que tilda a los invasores otomanos de «sucios» e invoca la conveniencia de «aplastarlos como a escarabajos». Cuando, a principios de semana, Mario Draghi tildó a Erdogan como «dictador», en un mero ejercicio descriptivo, hablaba el primer ministro con el lenguaje atávico de las cruzadas.

La relaciones futbolísticas entre turcos e italianos, dos pueblos efervescentes apenas separados por la devoción a distintos monoteísmos, nunca fueron cordiales, pero se pudrieron cuando un hincha del Fenerbahçe puso una denuncia penal contra el Inter por la osadía de presentarse a jugar en territorio sarraceno con la cruz de San Jorge en su camiseta, lo que se consideró una ofensa al Islam. La goleada italiana la abrió en propia meta un turco que juega en la Juventus, Merih Demiral, una traición que compensa la defección de los soldados genoveses que franquearon el paso de la Kerkaporta –puerta noroeste– a las tropas de Mehmet II cuando resultó herido su capitán, Giovanni Giustiniani-Lungo.