Opinión

Bélgica-Portugal, a la memoria le dará igual el resultado

Casi cuarenta años después del mítico Alemania-Francia del 82, Sevilla alberga el mejor partido de los octavos

Ambiente en el centro de Sevilla en vísperas del Bélgica-Portugal
Ambiente en el centro de Sevilla en vísperas del Bélgica-PortugalRaul CaroAgencia EFE

Hace una semana que se fue Pierrot Olivé, el marido de mi querida prima Babeth, demasiado joven para morirse y demasiado pronto para un seguidor irredento de la selección francesa, a la que quería ver coronada en la Eurocopa tras su triunfo en el Mundial. «Deschamps lo hizo como jugador y volverá a hacerlo como entrenador», me provocaba en nuestra última conversación sabiéndome indignado por la claudicante convocatoria del (presunto) chantajista Benzema. Pero como la patria del hombre es la infancia, su recuerdo no me pellizcará en ninguno de los partidos que juegue Francia, sino en el que jugarán hoy Bélgica y Portugal en La Cartuja. Dos equipazos extranjeros batiéndose el cobre bajo la canícula hispalense. Memorias de 1982.

Sevilla fue la sede de Brasil en el Mundial de Naranjito, pero el excepcional plantel que trajo Telé Santana (Zico, Sócrates, Falcao, Eder, Junior, Toninho Cerezo…) entusiasmó menos que la torcida «verde-amarelha» y su permanente batucada de mulatas bamboleantes en los alrededores de la Giralda. Saldó su grupo gracias a una victoria arrancada a la URSS con el fórceps que le prestó un lamentable arbitraje de Lamo Castillo y dos goleadas rutinarias despachadas a Nueva Zelanda y Escocia en el Benito Villamarín. El plato fuerte sería en el Sánchez-Pizjuán el 8 de julio, con 42 grados a las nueve y apenas un par menos al filo de la medianoche, cuando Alemania Federal (faltaban ocho años para la reunificación) consumó su clasificación para la final.

¿Destartalado el Peugeot con el que Pedro Sánchez hizo su campaña en las primarias? ¡Quia! Un Ferrari era eso comparado con la tartana de la misma marca en la que su tocayo bearnés, Pierrot, embarcó a su familia tres días antes de la semifinal, nada más clasificarse Francia tras golear (4-1) a Irlanda del Norte en el Vicente Calderón. Condujo más de mil kilómetros por las carreteras de entonces, sin aire acondicionado ni entradas para el partido, y se presentó en casa «dispuesto a lo que sea con tal de entrar en el estadio». Tampoco había que hacer nada épico, bastaba con aflojar unos billetes… y el resto es historia: espectáculo vibrante, impresionante exhibición francesa, férrea resistencia alemana, terrible (e impune) agresión de Schumacher a Battiston, 3-3 y triunfo germano en la tanda de penaltis.

Pierrot, su hijo Michel ha tomado el relevo, idolatró toda su vida a Zidane –al entrenador tanto como al futbolista– y, por supuesto, disfrutó con la espléndida exhibición coral de los «bleus» en el Mundial de Rusia… pero nunca abandonó su predilección por aquella selección del 82, esos «beaux perdants» (bonitos perdedores) que lideraba Platini, respaldado por el trío de centrocampistas más fino hasta la irrupción de los bajitos de España: Tigana-Giresse-Genghini. «¡Ha sido fabuloso! A la salida del partido, la gente estaba tomando el fresco en los balcones o sentada en la puerta de las casas y nos aplaudían al vernos con las camisetas azules», alucinaba mi primo al día siguiente.

Bélgica y Portugal, ha quedado escrito, protagonizan esta noche en La Cartuja el mejor cartel de los octavos, con permiso del Inglaterra-Alemania. Se trata de algo tan poco importante como un partido, de acuerdo, pero es también la oportunidad para que alguien viva una experiencia fantástica e imperecedera, una excusa para labrar uno de esos recuerdos que el tiempo se encarga de ir mitificando hasta convertirlos en esa «dulce nostalgia del placer perdido» que cantó el poeta. En la calle perpendicular a la mía, la bruselense Souri ha engalanado el balcón con la bandera tricolor de su país y ha ganado para la causa belga al vecindario. En un chalé camino del aeropuerto de San Pablo, Antonio y Conceiçao, que han venido desde Setúbal a visitar a sus nietos, que antes de saber andar ya iban ataviados con la del Benfica, y convertirán el barrio en una pequeña sucursal portuguesa. Son momentos únicos, comuniones colectivas que sólo hace posibles la magia del fútbol. «El resultado nos da igual», cantan los aficionados con la lucidez que proporcionan unas cuantas copas de más. Tienen razón. Francia perdió esa semifinal de forma cruel e injusta. Pero ha sido, es, uno de los mejores días de la vida de unos cuantos.