Opinión
Rubiales o cómo morir de éxito
El ya ex presidente de la RFEF ha sido víctima de su irrefrenable lozanía, de no atender a la virtud de la discreción. Quiso estar en los focos y acabó deslumbrado
Al mundo parece importarle poco la formación de Gobierno en España. O la estéril polémica sobre el acierto del Rey Felipe VI proponiendo a Feijóo para la investidura. Porqué si bien el aún líder del PP ganó las elecciones lo tiene más que crudo para formar Gobierno. Su tabla de salvación -ni que sea para volver a intentarlo- es Puigdemont si éste da calabazas a Pedro Sánchez.
Por contraste, medio planeta ha metido baza a cuenta del beso del presidente de la Real Federación Española de Fútbol a la capitana de la selección, Jennifer Hermoso. "Un piquito" consentido según la versión de un Rubiales en caída libre. Le va salir caro tomarse tal licencia.
Por si fuera poco, con la que se estaba liando, luego le dio por inmolarse, batiéndose contra molinos de viento. ¿Quién convenció a Rubiales para salir con todo en la asamblea de palmeros de la RFEF si la víspera se daba por hecha su dimisión? Estaba muerto. Noqueado. Acorralado. Olía a cadáver. Ni a sacudidas de desfibrilador tenía opción alguna de recuperar sus constantes vitales. Mejor consejo hubiera sido un "no te resistas que va a ser peor". Incluso para su entorno. O sobre todo para este entorno si deseaba salvar a alguien viendo ya que su suerte estaba echada.
Una retirada a tiempo siempre es una victoria. O, por lo menos, para no arrastrar consigo a todo un séquito, a los que debe tener en franca estima. A veces hay que tener la cabeza suficientemente fría para admitir que te has metido en un callejón sin salida. E irte antes de que te saquen a empujones. Ni que sea para minimizar daños.
¡Pero si hasta Santiago Abascal le dio la extremaunción a Rubiales! Aplaudiendo su presunta dimisión por "groserías impresentables".
Ya no quedaba nadie con arrestos no ya para reprocharle su conducta si no para exigir su cabeza. La política al unísono, la prensa deportiva mayormente, deportistas de relumbrón, incluso se apuntaron patrocinadores del Ibex 35 en una cascada de pronunciamientos que se acentuaba a medida que crecía la repulsa y que ésta arreciaba desde el "New York Times" a "L’Equipe".
El beso en la boca a Jennifer Hermoso lo ha sentenciado pese a cosechar un éxito sin precedentes. Y una vez la capitana española ha asegurado que el beso para nada fue consentido no le quedada a qué agarrarse al Jefe de la Federación. La FIFA fue a por él. En paralelo, el Ministro Iceta había dicho que si de él dependía lo iba a fulminar ipso facto. Claro que el suyo no va a ser un juicio convencional, ya se ha dictado sentencia diga lo que diga el Tribunal de Arbitraje. Incluso el asunto podría acabar en un proceso penal si se tipifica como agresión sexual.
El arrebato final de Rubiales, el beso, vino precedido por un comportamiento entre obsceno y desmedido. Las imágenes agarrándose los genitales o paseando a peso a una jugadora como si de un troglodita se tratara tampoco ayudan. O esas celebraciones en el palco emulando aquellos tiempos de presidentes que daban rienda suelta a su pasión por los colores. Como Joan Gaspart, todo un señor en la calle y un forofo en el campo. Aunque ahí siguen tipos como Jan Laporta, una verdadera fuerza de la naturaleza.
La falta de contención de Rubiales, que debería ser acorde a su cargo, se lo ha llevado por delante. El beso sólo fue la puntilla.
No deja de ser llamativo que Rubiales se haya visto salpicado por escándalos económicos mayúsculos y que haya salido airoso de todos ellos.
También mantuvo a Jorge Vilda al frente de la selección pese a un motín insólito. Las causas nunca quedaron claras. Pero el asunto era peliagudo por cuanto 15 jugadoras de élite pidieron la cabeza de su entrenador al que el presidente protegió contra viento y marea. Rubiales capeó el temporal y tenía razones para estar pletórico tras ver cómo la selección ganaba la Copa del Mundo. El mismo Jorge Vilda fue manteado en el campo por las jugadoras, compañeras de las rebeldes. Todo parecía inmejorable para rehabilitar a Vilda y al mismo Rubiales de sus tejemanejes. Todo fluía. Alegría, abrazos, besos a discreción. Nadie se acordaba de aquellas jugadoras que se mantuvieron firmes en su decisión de negarse a jugar con la selección mientras siguiera al frente Vilda. Rubiales no dio entonces su brazo a torcer en el asunto. El Campeonato del Mundo era para Rubiales y Vilda un rotundo espaldarazo. O eso parecía.
Pero el no saber estar, lo de querer ser el más eufórico de la hinchada, tan protagonista como ellas, lo echó todo a perder. No sólo para Rubiales, al que se le fue literalmente la mano, henchido de gloria.
Vilda lo tiene ahora crudo para seguir. El mejor consejo, si tiene amigos, es que deje la selección cuanto antes. Por la puerta grande tras la hazaña en Australia.
No tiene más recorrido. La sombra de Rubiales es ahora una losa demasiado pesada. Era su jefe, su amigo. Pero por encima de todo fue su protector cuando lo tenía crudo. Le va a ser imposible ahora seguir con normalidad al punto que Rubiales ha llevado su contraataque suicida. Porque con todo lo dicho y hecho va a arrastrar a todos sus fieles con ella. No va a quedar ni el utillero. Los más avispados ya han abandonado el barco ante el avistamiento del naufragio.
Rubiales se emborrachó con el triunfo absoluto. Y la resaca ha sido de aúpa. Se creyó que el triunfo era el suyo y que con él iba a ser incuestionable. Intocable. Pero tocó a una jugadora. La tomó y la besó. Contra su voluntad. Y ahí cavó su propia tumba. Justo cuando lo tenía todo a favor se metió de lleno en el barro por un impulsivo afán que lo dejó en evidencia ante todo el planeta.
Con que facilidad se puede pasar de tocar el cielo a congraciar la tormenta perfecta. Poco antes, Rubiales se había fundido en el césped en un abrazo con Jorge Vilda, un abrazo sentido que tenía para ambos un significado muy especial más allá de la alegría deportiva. Ambos arrastraban una pesada mochila y se vieron a sí mismos a salvo. Reconfortados. Estaban en el punto de mira y Rubiales, en vez andarse con todas las cautelas, en vez de dar ejemplo de discreción y dejar el protagonismo a las jugadoras, se apuntó a la celebración como el más entusiasta. El triunfo de la selección también era su redención. O debía serlo.
Si Rubiales hubiera sido comedido en su celebración, si no hubiera querido participar de las mieles del triunfo como si de un jugador más se tratara, si hubiera marcado distancias metido en su papel de serio ejecutivo frente a las jugadoras, hoy estaría dando entrevistas y degustando las mieles del éxito.
Rubiales ha muerto de éxito, víctima de su irrefrenable lozanía, de no atender a la virtud de la discreción. Quiso estar en los focos y acabó deslumbrado.
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Pasividad ante la tragedia