Juan Ramón Rallo
La batalla del IVA reducido: por qué la cultura sí y las peluquerías no
Si la progresividad inspirara a nuestros gobernantes, o el IVA cultural seguiría en el 21% o el IVA de las peluquerías bajaría al 10%
La polémica en torno a la rebaja del IVA de las peluquerías desde el 21% al 10% (aprobada por el Senado y vetada por el Gobierno) ilustra dos cuestiones que solemos dejar fuera del debate público cuando reflexionamos sobre esta figura tributaria. Primero, que uno de los principales factores que determina la inclusión de unos servicios dentro de la categoría del tipo general (21%) o del tipo reducido (10%) no es el análisis imparcial de la realidad económica, sino la lucha por el poder de los distintos grupos de presión. Y es que si los tipos reducidos del IVA pretendieran introducir algo de progresividad en este impuesto (rebajando el tipo efectivo que soportan las familias de ingresos bajos y elevado el que soportan las de ingresos altos), el mal llamado IVA cultural (aquel que recae sobre cines, teatros, conciertos y otros espectáculos) no debería ser en ningún caso más bajo que el IVA de las peluquerías: a la postre, los hogares con alta renta gastan un porcentaje mayor de sus ingresos en servicios culturales que las familias de baja renta (el decil más alto destina el 6% de su renta a servicios culturales, mientras que el decil más bajo no alcanza el 3%), pero tal distribución del gasto no se reproduce en el caso de las peluquerías.
Por consiguiente, si la progresividad inspirara a nuestros gobernantes, o el IVA cultural seguiría en el 21% o el IVA de las peluquerías bajaría al 10%. Pero no es así por la sencilla razón de que el lobby cultural ha sabido organizarse eficazmente para influir sobre la intelectualidad de izquierdas en su propio provecho. No ha sido tan eficaz, al menos hasta la fecha, el de las peluquerías.
En segundo lugar, también deberíamos plantearnos por qué el IVA, siendo un impuesto que supuestamente soporta el consumidor, suscita tanto cabildeo desde el lado de los productores. Y la razón, no por obvia, debe dejar de ser constatada: el coste real del impuesto se termina repercutiendo (en mayor o menor medida) sobre los vendedores. Cuando el mundo de la cultura o las asociaciones de peluqueros reclaman un abaratamiento del IVA, no lo hacen pensando desinteresadamente en las finanzas de sus clientes, sino en las suyas propias: un menor IVA les permitirá cargar precios más elevados antes de impuestos o vender una mayor cantidad de productos al mismo precio.
En suma, la batalla empresarial por el IVA es una batalla por intentar pagar menos impuestos. Perfectamente legítimo salvo porque, en ocasiones, aquellos que reclaman menos impuestos para uno mismo son afines a ideologías que exigen hipócritamente subirles los impuestos a todos los demás.
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