Economía
El reto pendiente: Ganar competitividad subiendo salarios
Nuestros costes laborales unitarios se dispararon un 33% entre los años 2000 y 2008, frente a países como Alemania que los estabilizaron en todo ese período
Nuestros costes laborales unitarios se dispararon un 33% entre los años 2000 y 2008, frente a países como Alemania que los estabilizaron en todo ese período.
La economía española lleva tres años creciendo con fuerza debido a que vuelve a ser competitiva en el ámbito internacional. No en vano, una de las heridas más profundas que nos dejó la crisis fue una duradera merma de competitividad: nuestros costes laborales unitarios (una de las medidas más comúnmente usadas para medir la competitividad de un país y que expresa el coste laboral medio de producir una unidad de PIB) se dispararon un 33% entre los años 2000 y 2008, frente a países como Alemania que los estabilizaron en todo ese período.
Los costes laborales unitarios pueden mantenerse a raya de dos formas: o congelando los salarios (de tal manera que los «inputs» no se encarezcan) o aumentando la productividad (de tal manera que produzcamos muchos más «outputs» por unidad de «input»). En otras palabras, si un trabajador fabrica cada día una mercancía por la que los consumidores están dispuestos a pagar 100 euros, podemos preservar nuestra competitividad o manteniendo su salario constante (de forma que el precio de la mercancía no aumente) o incrementando la cantidad/calidad de la mercancía que produce, de tal modo que los consumidores se muestren dispuestos a pagar por ella 150 euros (en cuyo caso, podremos aumentar los salarios sin ver deteriorada nuestra competitividad).
El eterno dilema
Es bien sabido que España ha recuperado competitividad esencialmente por la vía de congelar sus costes laborales. Sin ir más lejos, este pasado viernes el INE publicó la Encuesta Anual de Coste Laboral correspondiente al año 2016 y la imagen que se desprende es bastante clara: entre 2011 y 2016, el coste laboral descendió un 2% en términos nominales y un 5,1% en términos reales. Y, gracias a ello, nuestros costes laborales unitarios no sólo no han seguido aumentando sino que se han reducido alrededor de un 3,5%. Alemania, en contrapartida, los ha incrementado un 10% durante esos mismos años.
Los datos son indudablemente positivos y explican nuestra pujanza presente, pero también ilustran las limitaciones actuales de nuestro modelo de crecimiento. Lejos de estar prosperando por la vía de incrementar nuestra productividad (lo que permitiría que los salarios crecieran sin perjudicar nuestra competitividad), lo estamos haciendo por la vía de limitar los costes. En el corto-medio plazo, ha sido un proceso totalmente lógico. Con los seis millones de desempleados que llegamos a tener en lo más hondo de la crisis, habría sido absurdo dilapidar recursos para incrementar la producción por la vía de mejorar la productividad de los trabajadores ocupados, cuando era mucho más lógico, y rentable, incrementarla simplemente contratando a más parados. Dicho de otro modo: durante los últimos ejercicios, era razonable y deseable que España explotara un modelo de crecimiento extensivo (crecer incorporando una mayor cantidad de factores) antes que un modelo de crecimiento intensivo (crecer con una mayor eficiencia de los factores existentes).
El futuro, empero, resulta mucho más incierto: conforme la creación de empleo prosiga, se vivirán naturales presiones hacia el aumento salarial (cuando la oferta de mano de obra escasea, su coste tiende a subir). Si en ese momento nuestro país no es capaz de incrementar su productividad, perderá competitividad y se estancará económicamente. Por eso resulta crucial que no nos embriaguemos con los réditos de la bonanza presente y vayamos preparándonos para los retos del futuro: nuestra economía ha de ser capaz de atraer y retener capital en todas sus modalidades –capital financiero, humano, tecnológico, social, físico, etc–. Y, para ello, España debe convertirse en una tierra de oportunidades empresariales: una tierra donde los costes fiscales y regulatorios de emprender y de invertir intensamente sean los más reducidos posibles. Sólo así lograremos un bienestar sostenible.
Claroscuros en la EPA
La Encuesta de Población Activa del segundo trimestre de 2017 nos dejó un dato muy positivo en materia de desempleo: el número de ocupados aumentó en 375.000 personas y la cifra de parados se redujo hasta su menor nivel desde 2008. Sin embargo, junto a este dato, indudablemente esperanzador, persisten otras tres manchas que deberíamos tener muy presentes a la hora de componernos una imagen completa sobre nuestra economía. La primera es la progresiva caída del número de trabajadores activos (en parte por la jubilación y en parte por el incremento del número de estudiantes), lo que podría terminar siendo un problema en el medio-largo plazo. La segunda es la exagerada tasa de temporalidad, que sigue duplicando la de los países de nuestro entorno y que no va camino de reducirse. Y la tercera es el estancamiento del número de horas trabajadas: a pesar de que durante los últimos doce meses se han creado más de 500.000 empleos, el número total de horas trabajadas se ha reducido. De nuevo, la presencia de buenos datos no debería llevarnos a descuidar las liberalizaciones necesarias para corregir los restantes malos datos.
Superávit primario
La Administración Central del Estado, así como el resto de administraciones territoriales, lleva en déficit público desde 2008. El desequilibrio de las cuentas del Reino ha sido una auténtica lacra durante toda la crisis económica: una lacra que a punto estuvo de condenarnos a la bancarrota en julio de 2012. Sin embargo, la brutal rapiña tributaria a la que hemos sido sometidos todos los españoles, unida a la contención del gasto y al crecimiento económico, ha permitido que ese déficit público haya ido menguando año tras año desde 2010. En este sentido, el último resultado positivo que hemos conocido desde el Ministerio de Hacienda es el de que, por primera vez en toda la crisis, la Administración Central ha cerrado el primer semestre de 2017 con superávit primario: es decir, los ingresos del Gobierno central ya superan a sus gastos si no fuera por el pago de los intereses de la deuda. Un primer paso hacia la sostenibilidad financiera.
Estados sobredimensionados
Durante muchos años hemos escuchado reiteradamente que la crisis había sido una maniobra perpetrada por los especuladores internacionales para desmantelar el Estado de Bienestar: el cataclismo económico, se nos dice, sirvió como excusa para aprobar unos ingentes recortes que habían provocado un retroceso histórico de la participación del sector público en nuestras sociedades. El relato ha ganado muchos adeptos entre ciertos sectores de la sociedad, pero es fundamentalmente falso. La semana pasada, la OCDE publicó su informe anual Government at a Glance, correspondiente al año 2017, y en él se recoge que el tamaño del Estado en prácticamente todos los países de esta organización multilateral se incrementó durante la última década. Además, este crecimiento del sector público en relación al PIB no se explica por el aumento de los gastos financieros (pago de intereses por la deuda pública), ya que en la mayoría de países esta partida presupuestaria se ha reducido. Simple y llanamente, el relato del desmantelamiento del Estado es falso: el sector público ha aprovechado la crisis para continuar creciendo hasta alcanzar su máximo histórico.
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