Pilar Ferrer
Emilio Ybarra, un gran señor de la vida
Con él se va una categoría personal y una saga de banqueros profesionales que agrandaron el sistema financiero de nuestro país.
Con él se va una categoría personal y una saga de banqueros profesionales que agrandaron el sistema financiero de nuestro país.
Había cumplido uno de sus grandes sueños: embarcar en el buque-escuela Juan Sebastián Elcano en las aguas de su querido País Vasco, en esa imponente bahía de Guetaria, que tan bien conocía. Emilio Ybarra y Churruca pudo culminar esa enorme ilusión al conmemorar los quinientos años de la primera vuelta al mundo por su paisano navegante. Hacía días que lo comentaba a sus amigos y, a pesar de algunos achaques de salud, se sentía como un roble. «Me encuentro fenomenal», repetía una y otra vez en los días previos al aniversario de la gesta marinera. Porque Emilio era, antes que nada, un gran señor de la vida. Un haombre que, al margen de su brillante biografía bancaria, disfrutaba como nadie de sus aficiones. Era amigo de sus amigos, buen conversador, cazador, apasionado del campo, taurino y marinero. Elegante hasta la médula, cortés como pocos, educado en el respeto y la discreción. Todo un ejemplo de señorío. «Un caballero de los que ya pocos quedan», solían decir muchas de sus amigas, a las que siempre trató como auténticas damas. Hasta en el vestir, con exquisito gusto, Emilio Ybarra era un «gentleman» impecable.
El pasado lunes acudió como siempre a su habitual encuentro en un hotel madrileño, dónde mantenía una tertulia con antiguos compañeros del Banco, amigos de Neguri y su cuñado, José Joaquín Puig de la Bellacasa. «Venimos a arreglar el mundo», comentaba con sorna. Le gustaba estar al día, al tanto de la actualidad económica y política. «¿Qué hay de nuevo hoy?», preguntaba siempre con insistencia. Al filo de las tres de la tarde, ese fue el último momento, el último día que hablé con él. Me dijo que almorzaría en su casa de Puerta de Hierro y volvería a su despacho después. Allí quedamos citados para conversar varios asuntos, pero el cruel destino truncó los planes. Era un gran lector de periódicos, «de los de verdad», advertía con ironía. A Emilio le gustaba el papel y para nada el internet. «Esas cosas de la técnica se las dejo a Carmen», decía sobre su fiel secretaria, quien junto al eficaz Antonio, fueron sus dos grandes colaboradores en el Banco y le acompañaron con lealtad en toda su trayectoria profesional, como de la familia.
Llevó su pasión por la vida hasta el final. «Emilio nunca se está quieto», protestaban sus hijos y amigos como prueba de la inquietud que siempre tuvo. Hace dos años le diagnosticaron una dolencia de corazón que le tuvo ingresado varios meses. Allí le pilló uno de los episodios más dolorosos de su vida: la muerte de su madre, María Dolores Churruca y Zubiría, nada más y nada menos que a los ciento cuatro años de edad.
Descendiente de una estirpe aristocrática y elitista vasca, Lola Churruca, viuda desde muy joven, educó sola a sus dos hijos, Emilio y Santiago, y era una mujer espléndida, guapísima y con una fortaleza inusitada. A Emilio, ingresado en esa fecha del 11 de abril de 2018, le dolió muchísimo no poder acudir al sepelio de su madre. La adoraba, era el hijo atento que la visitaba todas las semanas y vigilaba constantemente a sus médicos y enfermeras. «Mi madre me coge de la mano, ¿tú crees que se entera de algo?», se preguntaba a menudo ante la dolencia ya degenerativa que la aquejaba.
De aquellos días, recuerdo muy bien sus conversaciones en la habitación del Hospital Rúber Internacional y cómo sus hijos hablaban del tratamiento. «Está reunido el consejo de regencia, pero en mi presencia», ironizaba ante los cuatro. Le operaron, salió estupendo y siguió con su intrépido ritmo vital. Viajaba con frecuencia, la última vez hizo una excursión a Doñana y visitó los archivos del Ducado de Medina Sidonia. Era un hombre culto, hablaba inglés, francés e italiano a la perfección, era miembro de la Trilateral europea y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Tenía amigos en todos los partidos, pero sufrió los zarpazos de algunos carroñeros que le abocaron a un injusto proceso judicial. Ni siquiera entonces perdió su dignidad, en aquel despacho del prestigioso penalista Horacio Oliva, dónde diseñó con esmero su defensa. El día que el Tribunal Supremo le exoneró de todo, con un contundente fallo en el que sentenció que jamás causó un daño patrimonial al Banco, Emilio lo acogió con humildad y señorío. Era tierno con los suyos, pero frío, sumamente gélido con los adversarios, aunque desde la distancia. Tenía la gallardía de no necesitar la venganza.
Era un hombre de fe, profundamente creyente. En los días de convalecencia a su operación de corazón me enseñó una medallita de la Virgen de Begoña, a la que su madre rezaba todos los días. Cuando doña Lola murió, se ocupó personalmente junto con sus hijos de organizarle un funeral solemne, con un orfeón venido expresamente del País Vasco y su confesor de toda la vida en una iglesia madrileña.
Aquel día no se encontraba del todo bien, pero aguantó el tipo, comulgó del brazo de uno de sus hijos y recordó a su madre. «Como a ella le habría gustado», nos repetía a todos a modo de un último homenaje. Después, la salud empezó a pasarle factura pero Emilio, desde su casa, obedecía a las enfermeras y luego se marchaba. Era un vitalista hasta el final, a quien no daba ningún miedo la muerte, y por quién no estaba dispuesto a bajar el ritmo. Se ha ido como él quería, rodeado de los suyos y con la valentía ante la enfermedad de un «gudari» vasco.
Ahora, escribo esta crónica no desde la admiración hacia el banquero, que también la tuve, sino hacia una gran persona y un entrañable amigo. Con mi más profundo afecto a su mujer, María Aznar, gran señora de una estirpe de navieros vascos, y a sus cuatro estupendos hijos, Emilio, Ignacio, Lucía y María, «mi enfermera particular», como él llamaba a esta última por ser quien más vigilaba sus tratamientos.
Con Emilio Ybarra se va una categoría personal y una saga de banqueros profesionales que agrandaron el sistema financiero de este país. Él tenía previsto bajar dentro de unos días a su casa de Sotogrande (Cádiz), dónde pasaba los primeros días de agosto, para luego recalar en la Semana Grande Bilbao. Nos veíamos todos los veranos a medio camino en la costa gaditana, porque nunca se perdía los festejos taurinos del Puerto de Santa María. Y sé, que a la vera de ese Dios en el que tanto creía, Emilio nos vigilara a todos con su habitual pregunta: «¿Qué hay de nuevo este fin de semana?».
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