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Por el camino equivocado
Durante el último lustro, los países emergentes, y en particular China, han recibido flujos de financiación procedentes de Occidente. La razón, aparte del débil pulso que exhibían parte de las economías desarrolladas, fue que los bancos centrales de estos países, empezando por la Reserva Federal de EE UU y acabando por el Banco Central Europeo, pasando por el de Japón, ejecutaron políticas monetarias expansivas con las que estimular sus economías nacionales. Sin embargo, en un mundo de economías abiertas, el crédito artificialmente abaratado no se queda estancado en las zonas monetarias que lo alumbraron, sino que busca los mejores caladeros globales de rentabilidad: y por eso los bancos centrales occidentales emborracharon con financiación barata a los países emergentes.
Pero ahora, con la tímida recuperación occidental, las anunciadas subidas de tipos de interés en EE UU y el pinchazo de la economía china, el capital occidental que entró en los emergentes está deseoso de salir. De ahí las liquidaciones de activos emergentes que hemos observado en estas semanas: acciones, bonos o divisas se han vendido en masa en los emergentes, hundiendo sus precios –caída de la bolsa, subida de tipos de interés y depreciación de sus divisas–. Se trata de un proceso de salida de capitales que va a tener que completarse en algún momento dado que estas economías necesitan reestructurarse tras padecer durante años la afluencia de crédito barato. Mientras las economías se estén reestructurando vivirán un estancamiento que alejará de ellas a los inversores más adversos al riesgo.
Ante este reto, la respuesta de las autoridades chinas ha sido parecida a la adoptada por Occidente durante los últimos años: intervenir en los mercados financieros para intentar convencer a los inversores de que no se marchen. Por un lado, se han adoptado medidas con las que «chutar» a la economía nacional para ofrecer un panorama más despejado a esos inversores: rebajas de tipos de interés o la célebre triple devaluación del yuan. Por otro lado, se ha anunciado la compra por parte del Estado de acciones, bonos y divisas. Son formas de seguir huyendo hacia adelante y de no querer afrontar un problema cierto, de un modo muy similar a cómo los economistas keynesianos aconsejaron que Occidente afrontara su crisis.
Pero es absurdo tratar de proteger a una economía frente a cualquier reajuste por la vía de inducir la acumulación de nuevos desajustes. Lo lógico, por impopular que parezca, es permitir que una economía digiera sus desequilibrios lo más rápido posible para así poder volver a crecer sobre bases sólidas. Y, para eso, lo mejor que puede hacer un Estado es liberalizar la economía y bajar impuestos sin incrementar el déficit público. No son recetas mágicas que vayan a permitir superar una crisis de la noche a la mañana, pero son el marco económico dentro del que puede edificarse una recuperación sana lo más acelerada posible. Hasta ahora, China ha pretendido solucionar sus problemas ocultándolos. Y ése, evidentemente, no es el camino.
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