Política

Sánchez solo acepta un CGPJ tutelado

El presidente no cree en la independencia judicial ni en la separación de poderes. La suya es una España que languidece

Se han cumplido cuatro años de interinidad en el Consejo General del Poder Judicial. Los dos grandes partidos han sido incapaces de ensamblar una nómina de nombres que procediera al relevo de los vocales en funciones en el órgano de gobierno de los jueces. Hay que partir de la premisa que esa provisionalidad es una anomalía indeseable e igualmente lamentable, que ha dejado en evidencia un modelo de renovación para muchos contrario al espíritu del proyecto de los padres de la Constitución y también a la letra de la norma fundamental. Sin duda, lo que sí ha quedado de manifiesto es la torticera interpretación y el abuso de un sistema que socialistas y populares han convertido en un reparto de puestos al servicio de sus intereses; esa politización contra la que alertó y falló en su día el Tribunal Constitucional. En estas páginas editoriales hemos defendido en múltiples ocasiones la imperiosa necesidad de que los jueces elijan directamente a sus pares, o lo que es igual que se retorne a la previsión constitucional que los socialistas abortaron a mediados de los 80 del siglo pasado. Es el modelo que conciliaría con los estándares europeos de independencia judicial y que solventaría de una vez por todas una tara de nuestro estado de derecho que además es ya una demanda crónica de las autoridades comunitarias, preocupadas por la deriva de la Justicia bajo el gobierno de Sánchez. La izquierda es hoy el único obstáculo para esa catarsis imprescindible en el tercer poder del Estado, porque no lo quiere independiente, sino abatido y sometido, como lo está ya el Legislativo, convertido en mera correa de transmisión de Moncloa. Todas las decisiones de gobierno de Sánchez en este campo han perseguido desactivar o contrarrestar uno de los pocos resortes de la institucionalidad que se escapan a su control. Si el CGPJ no ha sido renovado, en cumplimiento del mandato constitucional, cabe sobre todo atribuírselo a la obsesión del presidente del Gobierno de mandar y dirigir el mismo. Nunca ha pretendido un consenso para designar figuras de renombre y prestigio indiscutibles, sino perfiles entre adoctrinados, ideologizados y, por encima de todo, leales a su persona. Partiendo además de que su objetivo final es regir sobre el Tribunal Constitucional para hacer y deshacer a su antojo, como lo ha exhibido sin rubor democrático al apostar como magistrados por su exministro de Justicia y por un alto cargo de Presidencia. El fin ha justificado cualquier medio, incluido la intervención irregular, incluso inconstitucional, del CGPJ, al que arbitraria y despóticamente le ha hurtado su competencia de nombramientos en los órganos jurisdiccionales –salvo en el TC, porque atiende al interés de Sánchez– como estrategia de coacción. Tras más de año y medio sin poder hacer designaciones, se acumulan 70 vacantes en la cúpula judicial. El presidente ha saboteado la independencia de aquello que percibe como amenaza. No cree en ella ni en la separación de poderes. La suya es una España que languidece.