Parlamento Europeo
La Eurocámara entre el lobby y la corrupción
Una vez más se demuestra la existencia de una línea demasiado delgada entre la labor, legal, de influencia de los gabinetes de comunicación y la compra de voluntades
El término «Qatargate» se acuñó por la Prensa deportiva francesa en 2010, cuando la Asamblea General de la FIFA, que entonces presidía Joseph Blatter, concedió al pequeño país del Golfo la sede del Mundial de Fútbol de 2022. Competía Qatar contra Estados Unidos y su victoria, contra toda lógica, puesto que ni tenía infraestructuras deportivas ni densidad de población ni condiciones meteorológicas ni una legislación abierta a la multiculturalidad, levantó de inmediato las sospechas de corrupción, que fueron, en parte, corroboradas por distintas instancias judiciales internacionales, y que salpicaron, incluso, al entonces presidente de la República gala, Nicolás Sarkozy.
Conviene traer a colación aquella polémica, porque, desde entonces, el emirato catarí, que viene buscando con ahínco una posición de mayor influencia política y económica en el mundo árabe, ha sufrido una serie de campañas muy críticas, con acento en la deficiente situación de los derechos humanos y de las condiciones laborales de una masa de trabajadores extranjeros que supone el 70 por ciento de la población del país, denuncias que, por citar un ejemplo, no tuvieron la misma relevancia cuando China fue elegida como sede de los Juegos Olímpicos. De ahí, que haya que situar en este marco el nuevo «Qatargate», que mancha, principalmente, al grupo socialista del Parlamento Europeo, porque todos los indicios en poder de la Fiscalía belga apuntan a supuestos pagos del gobierno de Doha para mejorar, por una parte, su imagen de país ante la celebración del Mundial y, por otra, «engrasar» los mecanismos de la Eurocámara para conseguir el apoyo de la Unión Europea a su estrategia geopolítica, lo que se conoce como «poder blando».
No es el único ejecutivo extracomunitario que actúa así, en teoría mediante el empleo legal de lobbys implantados en Bruselas y Estrasburgo, con casos de sobra conocidos como Marruecos –que busca un problemático respaldo europeo a sus pretensiones sobre el Sáhara– o la propia Rusia, pero sí del primero que se tienen fuertes sospechas de haber ido más allá del «lobbysmo» para pasar al soborno directo de quienes tienen en sus manos la posibilidad de influir sobre decisiones sensibles de la Comisión Europea, como son, por ejemplo, las políticas de exención de visados o los permisos de operaciones de las compañías aéreas.
En cualquier caso, una vez más se demuestra la existencia de una línea demasiado delgada entre la labor, legal, de influencia de los gabinetes de comunicación y la compra de voluntades, como parece ser el caso de la vicepresidenta socialista Eva Kaili, cabeza visible de un grupo de presión política con arraigo de años en la sede de la Eurocámara. Toca, por supuesto, rasgarse las vestiduras y avanzar compromisos de moralización, pero el crédito de Bruselas ha quedado muy maltrecho.
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