Editorial

Ayuso, un destello de claridad en la política española

Nadie podrá llamarse a engaño si deposita la papeleta del PP en la urna. Ayuso va a hacer lo que ha dicho que va a hacer.

Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, es, sin duda, una rara avis en la actual política española, fundamentalmente, porque considera como mayores de edad a los ciudadanos y no acepta que la acción política deba devenir en tutela alguna. Trato, pues, franco y directo, de igual a igual, en el que tienen muy poca cabida los sobreentendidos, tan propios de estos tiempos líquidos, y las apelaciones a la sentimentalidad de los votantes. Así, lo que los adversarios consideran prepotencia, chulería, cerrazón, desequilibrio –por enumerar los insultos menos ofensivos dedicados por la oposición de izquierdas a una representante de la voluntad popular elegida en urnas– no es otra cosa que la aplicación en el recto sentido del principio de claridad, que siempre debería presidir las relaciones entre gobernantes y gobernados, pero que ha sido sustituido en el manual de las izquierdas por la llamada «construcción del relato», es decir, la cortina de humo que oculte la incómoda realidad. Por supuesto, ese principio de claridad debe operar en los dos contrayentes del contrato político, representantes y representados, e Isabel Díaz Ayuso no hace otra cosa que exigir su cumplimiento a las dos partes.

Es sencillo. No aceptará que bajo la cobertura de una reivindicación sindical, ya sea una «marea blanca» o una «marea azul», se oculte una maniobra de presión política, una operación sin otro fin que procurar el desgaste del gobierno que preside. No mirará para otro lado, desde una impostada cortesía institucional, mientras el Gobierno de la Nación actúe con doblez frente a los intereses de los madrileños. Y, hay que insistir en ello, no se hallará en Díaz Ayuso el menor ramalazo antisistema, simplemente, la exigencia de la mutua lealtad, que, también, forma parte del principio de claridad.

No cabe, pues, extrañarse de que, ayer, en la Casa de LA RAZÓN, la presidenta madrileña fuera diáfana al explicar los motivos de su enfrentamiento abierto y sin paliativos con la gestión del jefe del Ejecutivo, Pedro Sánchez. Y el reproche no es menor: mientras «en Madrid hemos remado a favor de todos –autónomos, hosteleros, comerciantes, artistas, agricultores y ganaderos, familias, comunidad escolar, empresas–, Sánchez ha legislado a la contra, ya sea por motivos electorales, ideológicos o por simple desconocimiento de España y de la vida real, la que paga nóminas la que está agotada, la que no puede ya con tanta frivolidad ignorancia e ingeniería social».

Y, ciertamente, el Gobierno tiene un problema con Ayuso, tampoco, menor. Porque sin entrar en discusión de matices, la rebeldía de la presidenta madrileña siempre se ha revelado, a la postre, sustentada en los hechos, tanto durante la pandemia, con los confinamientos que la Justicia declaró anticonstitucionales, como frente a las políticas marcadamente ideológicas de los socios minoritarios de la coalición gobernante.

Que la figura de Ayuso tenga el reconocimiento de una buena parte de los madrileños, que viven en su cotidianidad las virtudes de la Capital y de su región que proclama su presidenta – «En Madrid nadie es más que nadie (...) por eso una reunión, un grupo de amigos, la calle y la familia nos valen más que nada»– no debería sorprendernos, como tampoco que esa proyección se extienda al resto de los españoles, sin importar el lugar donde residan, porque son virtudes, maneras de entender la vida, comunes a todas las gentes que habitan esta gran Nación.

Por supuesto, hay batalla ideológica en las políticas de Ayuso, pero es un combate inasible para el adversario. ¿Cómo se contrarresta un mensaje, y unas conductas, que sostienen que la gestión pública no puede pretender transformar la sociedad en un modelo único? ¿Cómo rechazar la idea de que los ciudadanos no pueden estar al servicio de un proyecto político y, mucho menos, hacerles correr con los gastos? Lo hemos señalado reiteradamente, el tirón de Ayuso tiene un anclaje firme porque defiende sin ambages lo que la mayor parte de los madrileños, hayan nacido donde hayan nacido, ha defendido siempre: un lugar abierto a todos, en el que se puede salir adelante con trabajo y confianza en los propios valores, y en que la libertad individual pesa más que cualquier condicionamiento ideológico.

Pero, es preciso hacer hincapié en ello para que nadie se equivoque, Isabel Díaz Ayuso es una política de raza, de larga trayectoria y con esa firmeza en las convicciones de quienes presumen de tener muy pocas. Y estamos en un periodo de contienda electoral que la presidenta de Madrid, la región que alberga la capital de España, cuya proyección irradia con fuerza en los cuatro puntos cardinales, considera determinante para el futuro de la Nación. De ahí que no dé tregua al adversario, personalizado en el inquilino de La Moncloa, sabedora de la potencia del altavoz madrileño. Una vez más, la avalan los hechos, porque la Comunidad que preside se ha convertido en la locomotora económica del país y sus políticas fiscales, que financian los mejores servicios públicos de España, interpelan a quienes sólo creen en la gestión desde la barra libre del gasto público, pero, también, porque, volviendo al principio, es un destello de claridad en la política española. Puede no gustar a algunos, incluso, a muchos, pero nadie podrá llamarse a engaño si deposita la papeleta del PP en la urna. Va a hacer lo que ha dicho que va a hacer.