Literatura

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En otra vida (II): San Google

‘En otra vida’ es un relato de ficción escrito por Patricia Prados y publicado originalmente en La Razón

En otra vida
En otra vidaPixabay

Horas después de la conversación con Peter, el hambre hace estragos en mi estómago. No he ingerido nada sólido desde el desayuno. Por fin, consigo despegarme del sofá y caminar hacia la cocina.

Coloco en una bandeja un plato con un bocadillo improvisado de jamón y queso, una servilleta de papel, un vaso con agua y un paracetamol de un gramo. Pese a la debilidad que me invade, la agarro bien fuerte con ambas manos para evitar que se balancee y se derrame el líquido elemento.

Como puedo, abro la puerta para regresar al salón. De repente, un ruidito procedente del móvil hace que brinque y estoy a punto de provocar un estropicio. En cuestión de segundos, recupero lo suficiente el temple como para depositarla de nuevo en el mármol de la cocina y evitar el desastre. Miro el teléfono y leo sorprendida:

–Hola. No me conoces. Soy José, el amigo de Pedro. Me ha dicho que no te importaba que te escribiera –asegura el desconocido en un guasap.

Cuando me dispongo a contestarle, se cuela en mi celular otro guasap:

–Cómo te agradezco que me escuches y me dediques tu tiempo. La verdad es que necesito hablar con alguien. Solo quiero hablar. No sabes la desgracia que he sufrido tan grande.

–Algo de mujeres –contesto velozmente, en un intento de anticiparme a su próximo mensaje.

El tal José ignora que Peter ya me ha puesto al corriente de su ruptura, eso sí, muy por encima.

–Te repito. Sólo quiero hablar. Lo único que necesito es desahogarme con alguien. Nada más. No vayas a pensar que te escribo en busca de un lío.

Este tío es tonto de remate. ¿A santo de qué iba a pensar eso? ¿Acaso cree que estoy necesitada? Estoy leyendo y contestando a sus mensajes porque Peter, amigo y colega del trabajo de toda la vida, me lo ha pedido, sino de qué iba a estar aquí, un domingo de agosto por la noche, intentando demostrar cierta empatía con un auténtico desconocido.

–A ver, no te preocupes –escribo en tono conciliador–. Eres mi obra de caridad del mes. ¿Cuéntame, qué te aflige?

Son las once de la noche y veo en la pantalla del móvil que el tal José me está escribiendo de nuevo. En ese momento, maldigo para mis adentros al pelmazo de Peter por haberme convencido para que le facilite mi contacto a este tipejo.

–No sé ni por dónde empezar. Ha sido todo tan doloroso.

–Bueno, podrías comenzar contándome a qué te dedicas.

Por qué me habrá ocultado Peter esa información, cavilo, mientras, observo, una vez más, como el monitor me confirma que José está replicando.

El amigo de mi colega pone a prueba mi pericia como abogada y me reta a que averigüe quién es.

–Te voy a dar varias pistas, Irene. Mi nombre ya lo conoces. Te diré, además, que soy compositor y que toco el piano y el violín.

Aunque no sé ni cómo suena su metal de voz, no puedo evitar pensar que es un cenutrio de los pies a la cabeza. ¡Será cretino, el tío engreído! Pese a todo, ha conseguido que me pique la curiosidad y acepto complacida el desafío.

–De acuerdo. Dame unos minutos –redacto y pulso enviar.

La pantalla de mi móvil deja de parpadear.

Delante del ordenador de mesa, introduzco en San Google “José compositor pianista violinista”. De pronto, aparece en el monitor la misma fotografía que tiene colgada en su perfil de guasap. Al verla, reparo en que no está nada mal. Es un atractivo hombre de mediana edad, con una incipiente calvicie.

–¡Te tengo! –le comunico con un emoticono sonriente.

–¡Ahhh! sí? ¿quién soy?

–Eres José del Castillo, Premio Nacional, 2006. Según la red, uno de los mejores compositores de música contemporánea del momento.

En esos instantes, bendigo al inventor de internet Tim Berners-Lee y a los creadores de Google Larry Page y Serguéi Brin. ¡Benditos sean todos ellos, benditos!

Silencio. El móvil no parpadea. Nadie escribe al otro lado. Le he cazado, reflexiono ufana. Por el rabillo del ojo miro la hora. Ya es la una de la madrugada. ¡Qué tardísimo! Pero ahora ya no quiero dormir. Me lo estoy pasando de perlas. El tipo este ha conseguido captar mi atención, algo que no lograba nadie desde hace tanto tiempo… que ni me acuerdo de cuánto. Pasan los minutos y nada, no escribe nada.

–¿Qué? ¿Te he sorprendido? –pregunto inquieta.

Por fin, observo que vuelve a teclear.

–Sí, la verdad. Es muy tarde –anuncia–. Si te parece, mañana continuamos. Buenas noches. Que descanses, Irene.

¡Será idiota! Ahora que me lo estaba pasando fenomenal… me ha dejado con la miel en los labios.

Ya en la cama, medio desnuda por el calor sofocante que hace, no paro de darle vueltas a la cabeza. El tal José, es un tipo interesante. Su nariz aguileña aporta personalidad a su rostro. Al menos, así lo parece en su foto de perfil. Sé que lo conozco, pero de qué.

Un zumbido del móvil me regresa a la realidad. He pasado toda la noche prácticamente en blanco. Miro la pantalla y es él, de nuevo, es José. Sin saber por qué me pongo contenta no, lo siguiente, al comprobar por segunda vez que es él.

–¡Arriba, abogada! Es hora de ir a trabajar –me despierta con una carita de esas que guiñan el ojo.

Es lunes 20 de agosto. De repente, caigo en la cuenta y entristezco de golpe. Hoy hace 20 años que murió mi padre. Sin poder evitarlo, me dejo llevar y escribo:

–Hola, José. Estoy muy triste. Hoy hace 20 años que murió mi padre –comparto mi pesar con un extraño.

Lamenta amablemente mi pérdida y seguimos guasapeándonos todo el día. El aviso de las notificaciones de entrada de mensajes no para. Biiiip, biiiip, biiiip... Casi no me deja trabajar, pero es divertido. Nos escribimos como si lleváramos años haciéndolo, como si nos conociéramos de toda la vida. Cuando regreso a casa por la noche, recuento los mensajes que hemos intercambiado. ¡Nada más y nada menos que 500!

Me ducho, me pongo unos vaqueros y una camisa de seda blanca y salgo escopetada. Esta noche he quedado a cenar con Gabi. Cuando llego al restaurante, un local minúsculo de cocina gallega, ya me está esperando.

Me ve llegar e inmediatamente se levanta cortés, me retira la silla para que tome asiento y me planta un beso en medio de la boca. La verdad es que está monísimo, con unos vaqueros azules y una camisa blanca de Armani, que deja entrever sus pectorales endurecidos en el gym.

Pedimos la comanda y cuando se marcha el camarero, desliza su mano por debajo de la mesa, como no consigue su objetivo, se quita el zapato y con su pierna derecha estirada llega a mi ingle con su pie, mientras me sonríe sensualmente.

No para de hacer circulitos con sus dedos en mi entrepierna. Me muerdo los labios. Me está poniendo a mil. Es un maestro de las artes amatorias. No me da descanso. Estoy hiperventilando y a punto de ponerme a jadear en mitad del restaurante, como Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally, pero en mi caso de puro placer.

En ese momento, el camarero irrumpe en nuestro campo visual con el segundo plato en ristre, dando por finalizada la escaramuza de Gabi, que no para de sonreír y de mirarme con ojos ardientes de deseo.