Literatura
En otra vida (I): Contacto
‘En otra vida’ es un relato de ficción escrito por Patricia Prados y publicado originalmente en La Razón
El móvil no para de sonar. Apoltronada en el sofá, soy incapaz de ponerme en pie a ver quién osa molestarme en el peor momento de mi existencia. Un dolor agudo me taladra justo en el centro de la zona occipital de mi cráneo.
¡Ufff, menos mal! El zumbido, por fin, ha cesado. El bendito silencio regresa de nuevo a mi hogar. Con los ojos cerrados cubiertos por un paño helado, conjuro a mis ancestros para que tengan a bien alejar de mí este tormento.
Estoy a punto de conseguirlo, cuando el sonido estridente del teléfono me sobresalta de nuevo y me recuerda que debo cambiar la dichosa melodía. Alguien vuelve al ataque. A duras penas me levanto y camino hacia la alcoba. Allí en la mesa improvisada de despacho se encuentra, agitado por el modo vibración, el objeto de mi desdicha.
De reojo miro de quién se trata. Es el buenazo de Peter, un tipo genial, pero un poco plomo. ¿Qué querrá ahora? Por un instante, casi sucumbo a la tentación de rechazar la llamada, pero, al final, mi curiosidad puede más, que mi humor de perros, y descuelgo.
–Sí, ¿quién es? –pregunto, sabiendo de antemano que es él, mi colega del despacho laboralista.
–Buenos días, preciosa. ¿Cómo va el fin de semana? –me interroga con una alegría insultante, que realmente ofende.
A qué vendrá tanto entusiasmo, con lo que me duele la cabeza. Me da ganas de mandarlo al garete, pero reprimo mis instintos más básicos y asesinos y contesto amablemente.
–Hombre, Peter. Aquí en casa con una terrible jaqueca. ¿Pasa algo?
–Ya lo siento, bonita mía –me consuela–. Hablamos más tarde si quieres, a ver si te encuentras algo mejor, Irene.
Peter sabe que, desde hace años, sufro unas migrañas incurables. Soy consciente de que no se me pasará así como así. Pero, pese a esta agonía, prefiero que me cuente ahora lo que sea y luego calle para siempre y me deje en paz.
–Mejor, ahora. Dime, ¿en qué te puedo ayudar? –aseguro con fingida cortesía.
–Bueno, verás... No sé por dónde empezar –duda con voz temblorosa.
–Por dónde consideres oportuno –le invitó desesperada a que desembuche de una vez por todas.
–Verás –repite, mientras pienso en abrirme las venas o, mejor aún, en abrírselas a él–. Tengo un amigo de la infancia. Bueno, más bien un conocido. Está sólo en Madrid en estos momentos tan difíciles para él y necesita hablar con alguien.
–¿Y?
–He pensado que como es agosto y tú también estás sola... ¿Te importaría que te llamara? Necesita hablar con alguien, tan solo eso. Por favor, Irene, di que sí, di que sí, di que sí –insiste como un adolescente al que le han dado cuerda–. Me debes un favor –suplica el muy ruin, pasándome factura por la mano que me echo en un caso complicado hace menos de un mes.
Al parecer, su pareja lo ha plantado por otro tipo, un cirujano inglés, y precisa urgentemente desahogarse con alguien. Según Peter, soy la mejor en estos menesteres. Se debe pensar que en mis ratos libres tengo montado en casa un consultorio sentimental a lo Elena Francis.
Estoy tentada de advertirle de que para estos casos hay profesionales cualificados, aunque, eso sí, carísimos, a precios prohibitivos. Pero sigue parloteando sin cesar y no me deja meter baza. ¡Qué plasta el tío! No puedo decir ni pío.
Entusiasmado, me comunica que está convencido de que mi interés despertará cuando conozca a qué se dedica. Por eso, sabiendo lo cotilla que soy, me hurta este dato laboral adrede para avivar aún más mi curiosidad.
–Vale, vale, de acuerdo, que me llame –claudico a regañadientes, a ver si, así, consigo una tregua.
Peter me agradece de antemano lo comprensiva y buena que soy. Según él, la mejor.
–Sé que lo escucharás atentamente.
–¿Y cómo ha sido? –interrumpo, con desgana, su retahíla de agradecimientos.
–Si no te importa, le doy tu número de móvil. Mejor que te lo cuente él en persona –dice rápidamente sin dejarme reflexionar sobre si deseo o no que un extraño me relate ahora sus desventuras con las mujeres.
A continuación, se despide hasta mañana lunes deseándome mejoría. Eso me recuerda que estoy de guardia en el despacho de abogados laboralistas, que fundé hace años con un grupo de colegas de la Universidad, entre ellos, el buenazo de Peter.
No me apetece nada acudir a mi puesto de trabajo en pleno mes de agosto, pero... ¡qué remedio me queda! Además, los compañeros se han portado de lujo y me han hecho el inmenso favor, una vez más, de cambiarme las vacaciones para poder coincidir con mis hijos, que ahora mismo disfrutan en Londres con su padre de un segundo descanso estival.
Ignoro la razón, pero hago una rara asociación de ideas de mi ex con mis hijos en la ciudad del Támesis y la invitación de Gabi a cenar hoy en La Negra Tomasa, un restaurante cubano con música en vivo. Algún fin de semana que otro, reserva una mesa para ver cómo contoneo mi cuerpo en la diminuta pista de baile del local.
Al final, mi tremenda jaqueca me impide acudir a la cita. Por mucho que me guste bailar, es demasiado estruendo para mi maltrecha cabeza.
–Cariño –digo con tono mimoso– hoy no soy buena compañía. Ya sabes, la migraña.
Gabi es también compañero de despacho. Está divorciado, como yo, y mantenemos, prácticamente desde que me separe, un medio rollo, que nos alegra el alma y, desde luego, el físico. Aunque sé que está enamorado desde hace años, a mí solo me interesa su chasis. Es un tipo mega atractivo.
Su cuerpo mantiene a tono el mío, con esas grandes manos y ese metro noventa de planta que quita el sentido cuando te abraza. La verdad es que en la cama nos entendemos a la perfección. Es una fiera y aguanta lo que le echen. Por si fuera poco, compartimos una amistad de hace décadas.
De tarde en tarde, me pregunta, si ya le quiero un poco más, en busca de arrancarme un compromiso. Desea que formalicemos oficialmente nuestra relación, pero yo me resisto como gato panza arriba. Mi respuesta a sus arrumacos siempre es la misma: silencio y una mirada de espanto total. Ni en sueños me veo compartiendo mi vida con él.
Entonces, me mira con ojos apesadumbrados y me besa con devoción, devorando mis labios, al tiempo que baja con cariño su mano derecha hasta el final de mi talle y desde ahí continúa hasta el último asalto.
Ahora, encerrada en casa, me ha venido a la mente esa imagen de Gabi amándome. Con la luz apagada, reconozco en silencio que sería el hombre ideal, pero al corazón no se le puede mandar... Así, permanezco meditando, medio soñolienta tumbada en el sofá, un largo rato.
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