Literatura

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En otra vida (V): Reencuentro

‘En otra vida’ es un relato de ficción escrito por Patricia Prados y publicado originalmente en La Razón

En otra vida
En otra vidaPixabay

Después de dos días de continua e irrefrenable conversación telefónica, quedamos para cenar en mi casa. Nada más atravesar el umbral de la puerta me coge entre sus brazos y me besa. Me hace el amor con su lengua, que introduce hasta el fondo de mi garganta para liarse con la mía. Si alguna duda albergaba aún mi corazón, en ese momento, se disipa. Sé que le conozco de otra vida. Todo en él me es familiar: su piel, su olor, su lengua, sus labios, su pecho repleto de vello rizado…

Cuando me besa, siento como el suelo se abre bajo mis pies y caigo y sigo cayendo, sin red, sin que nadie me pueda frenar. En un instante, desaparecen las paredes de la habitación, luego el resto de cuartos y, finalmente, hasta la casa se volatiza. Sólo quedo yo, desafiando a la gravedad en el vacío oscuro de la noche, mientras, él me sigue besando y amando. Nuestros cuerpos húmedos se funden, se mezclan como el agua dulce con la salada al desembocar en el mar. Permanezco así, en ese éxtasis, durante horas.

Esa noche es la primera de otras muchas de desenfreno carnal y de largas charlas. Aún no ha acabado la oscuridad presente y anhelo ya el siguiente encuentro con desmesura y deseo. Sé que muero por tocarlo. Necesito, como el oxígeno, el roce de su piel, el contacto con su cuerpo, ese que conozco también de otra vida.

Tengo hambre y sed de su piel. Deseo vibrar entre sus brazos. Por fin, llega de nuevo el siguiente fin de semana. Le estoy esperando. Según entra en casa, me declaro incondicional de Proteus, Dios del Mar, una obra de percusión maravillosa, crepitante.

Me mira con ojos de pasión y comienza con las palmas de sus manos a tocar Proteus en su pecho y en sus muslos. ¡Madre mía! Sólo de ver ese espectáculo me siento como las olas de un mar embravecido, que llegan a la orilla envueltas en espuma. Deseo que toque su obra en mi pecho y en mis muslos.

Es brutal. Es impulsiva, vehemente, ardiente, apasionada… Le brillan los ojos de ímpetu y entonces me agarra por la melena y echa para atrás mi cabeza. A partir de ese momento, mi cuerpo ya no me pertenece. Es sólo suyo. Puede hacer conmigo lo que desee.

–Tu olor ¿Cómo hueles? Hueles maravillosamente, todo tu cuerpo, tu boca, tu piel… Nunca una mujer me ha olido así, tan bien. Ese aroma –susurra en mi oído, mientras me olfatea el cuello y la piel se me eriza.

Sus manos ahora tocan mi cuerpo como si fuera Proteus, a ratos dulces, a ratos salvajes. Definitivamente, creo que me he enamorado hasta las trancas. ¡Dios mío! Esto no es lo que pretendía. Antes muerta que enamorada de nuevo. Ese ha sido mi lema de batalla en estos tres años de separación y ahora estoy aquí con la piel de gallina al ver cómo José hace percusión con sus pectorales, con mis senos… ¿Me habré vuelto loca? Seguro que sí. Y ahora qué.

Con esos pensamientos rondando mi mente caigo en brazos de Morfeo.

A mitad de la noche, en plena oscuridad, noto una mano que acaricia mi espalda. Medio dormida creo que lo estoy soñando. No caigo en que está tumbado a mi lado.

Doy la vuelta y compruebo que está dormido como un tronco y, sin embargo, su mano no para de crear notas en mi espalda. Mientras, con el pie derecho hace un movimiento clónico, como si estuviera empujando el pedal del piano.

Un poco más espabilada descubro entusiasmada que está componiendo y que yo soy su partitura. ¡Ayyy! ¡Voy a morir de pasión! Ahora soy yo la que le envuelve con mis brazos y le digo bajito:

–Te amo ­–confieso, a sabiendas de que no me escucha porque sigue dormido.

Así, abrazándolo, entro en un dulce letargo en el que veo un ascensor de hierro forjado negro. Dentro de la cabina estamos los dos. Él lleva una levita larga y un pantalón holgado gris. Mi ropaje me cubre hasta los tobillos. Un vestido largo negro, que entalla mi cintura y tapa hasta mi esbelto cuello, con una tela bordada en blanco. Mi cabeza está tocada con un sombrero a modo de pamela negra gigante. Es él, es José, y me está besando en el ascensor, mientras, en vano intenta introducir su mano por mis pesadas ropas.

Al final, logra su objetivo y cuela sus dedos corazón e índice dentro de mí con un movimiento de derecha a izquierda. El ascensor ni sube ni baja. Parece suspendido en el aire, parado.

Cuando ve en mi rostro el clímax reflejado, me hace suya y deposita en mi oído un casi imperceptible gruñido de placer.

–¡Arriba, venga, vamos a desayunar! –me despierta José sin compasión.

–Déjame por favor un rato más en la cama –suplico–. Estoy agotada. No puedo ni moverme. Es como si hubiera estado toda la noche…

–¿Cómooooo? –pregunta divertido.

¡Ayy, Dios mío! ahora me acuerdo. He estado amándolo en otra época. Si se lo cuento, pensará que me falta un tornillo. Así que prefiero guardar, de momento, mi secreto: hay vida más allá de esta y también le amé.