Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (XLIX): La rebelión de los pijos, dicen

Para Echenique las protestas de los ciudadanos pueden catalogarse en función del padrón y con arreglo a sus atuendos, nivel de renta, gustos deportivos y aficiones

Protestas en Madrid
Uno de los vecinos del barrio de Salamanca que se manifestó ayer en MadridRodrigo JiménezEFE

Qué cosa graciosa, oigan, los improperios que dedican algunos reaccionarios a las manifestaciones de ciudadanos a cuenta del confinamiento o la gestión del gobierno. Destacan por su abyección los comentarios en Twitter del diputado Pablo Echenique. Este: «Todos sabemos que, si las peligrosas “manifestaciones” de ayer hubieran sido en un barrio obrero, toda esa gente estaría identificada y multada.

El Alcalde de Madrid (y la Presidenta Ayuso) deben rectificar y las autoridades deben actuar. Las normas también son para los ricos». Y este otro: «Buenos días. Por muy ridículas que sean las “manifestaciones” de la clase alta, golpeando señales de tráfico con palos de golf y cucharas de plata, la cosa es seria. Una minoría privilegiada no puede saltarse las normas y ponernos en peligro a todos. Las autoridades deben actuar».

Cabe recordar que este señor es el mismo que hace unos días insinuaba que los jueces del TSJM podrían haber prevaricado en su condena a diputada Isa Serra. El mismo que en su momento acusó a Maite Pagazaurtundua y a Ciudadanos de incendiar la convivencia por tener la peregrina idea de montar un acto electoral en tu pueblo natal sin requerir previamente su opinión a los asesinos de tu hermano ni preguntar a los antiguos partidarios del terrorismo si tu visita no sería una provocación. Porque, ya sabe, las víctimas van provocando, y para los señoritos como Echenique todo lo que no sea pensar igual que él, vestir igual que él y votar igual que él, o mejor todavía votarlo a él y a su partido, constituye una instigación al odio de clase, la revuelta de los comuneros y la destrucción del pacto social.

Para Echenique las protestas de los ciudadanos pueden catalogarse en función del padrón y con arreglo a sus atuendos, nivel de renta, gustos deportivos y aficiones varias. El mundo sigue siendo el de los santos inocentes de Miguel Delibes, con serviles y atemorizados criados a cuatro patas con el rostro de Alfredo Landa. Corresponde a gente como el comandante Echenique subrayar las tropelías de unos pisaverdes armados con puts de golf, herederos de los lechuguinos que tumbaron a Salvador Allende bajo los Andes nevados y/o patrones extractivos a los que conviene exterminar por el bien de la patria. Como explicó en su día el gran Manuel Jabois en la Ser, hay dos provocaciones: «La primera, para el terrorismo, es que Fernando Savater y Maite Pagazaurtundua sigan vivos.

La segunda, para la democracia, es que Pablo Echenique dirija un partido político». Todo esto me lleva a pensar que de muy jóvenes dividíamos el mundo en categorías estancas, etiquetados fáciles, grupos y subgrupos. Más o menos como si nos hubiera fichado de tertulianos una cadena de televisión o de asesores publicitarios un partido político. Buenos, regulares y malos. Zurdos y diestros. Afortunadamente nunca caímos en la suprema maldad de despreciar al prójimo por su aspecto. Sabíamos que ni el color de la piel ni la ropa nos interesaron jamás como indicadores de la calidad de un argumento. Hoy, superado el estúpido maniqueísmo adolescente, convencidos de que no necesitas odiar a tu interlocutor ni, mucho menos dar por seguro que opina lo que opina porque carece de fondo moral, hoy, que no encaramos la actualidad seguros de que moramos en la bancada de los elegidos, aborrecemos más que nunca el clasismo de los imbéciles.

Esa cosita rancia de despachar al otro sin contemplar más allá de su camisa. Tienes que ser muy sectario y muy maniqueo para detestar a unos ciudadanos por el polo, que por lo visto te enerva, mientras obvias que salen a calle en nombre de los derechos civiles y frente al riesgo de que el poder ejecutivo use la crisis sanitaria como apisonadora o cheque en blanco. La gente del barrio de Salamanca no se manifiesta en favor de alguna oscura tradición predemocrática. Los transeúntes no reclaman la pervivencia de un club de ricos ni mucho menos lo hacen con las vergüenzas tapadas de mitos y fueros altomedievales. Preguntan por nuestros derechos políticos y encima, ay, lo hacen mientras sostienen banderas constitucionales.

Otra cosa sería debatir sobre el lugar que en todo esto, o sea, en la crisis económica que trajo la pandemia, le está correspondiendo a la gente con las rentas más bajas, generalmente empleados del sector servicios, o explicar que es necesario que el Estado actúe y regule. Pero lo de quedarse en el dobladillo del pantalón y el código postal, lo de ignorar por las pintas que resulta imperativo cuestionar al gobierno, es propio de unos cínicos clamorosos y, sobre todo, de una gente con una marcada tendencia a tirar de soluciones y juicios más bien autoritarios.