Política
Un confinamiento en ultramar (LI): Anguita, de otra pasta
A diferencia de sus sucesores, como Pablo Iglesias, fue un hombre que nunca trapicheó con los principios. Tampoco coqueteó con los fervores populistas
Muere Julio Anguita. No es el único: sólo en mi calle llevamos cuatro muertos en dos meses. Pero a mis vecinos los ha devorado el virus y Anguita ha muerto del corazón. Traía los fusibles rotos, desbaratado por el tabaco y por la muerte del hijo, el admirable periodista Julio Anguita Parrado, que cayó en el cumplimiento del deber cuando los aviones atlantistas planchaban soldados iraquíes con la justificación de unas armas de destrucción masiva más falsas que la falsa moneda, que de mano en mano va y etc.
Encelado de muerte, apretado de nostalgias, pienso en Anguita entre los fogonazos del edificio Conde Ansúrez de mi infancia, Otan No, las canciones de Paco Ibáñez y Silvio Rodríguez, endecasílabos rojos de Francisco Umbral y aquellos jondos discursos doctrinales que nos soltaba en el café España José Menese, a caballo entre los martinetes y el desprecio por la deriva flamenca. Siempre creímos que Anguita fue aceptado porque la mayoría lo consideraba inofensivo. La gente juzgaba imposible que llegara al gobierno y, por tanto, resultaba muy estimulante situarlo en el papel de jarrón chino.
Lo quisimos mucho durante nuestra adolescencia y lo votamos reiteradamente hasta que en el País Vasco compró varias de las prescripciones de la izquierda nacionalista. Eso sí, no transigió con la basura asesina de ETA y la querencia por el esotérico brebaje del supuesto derecho a la autodeterminación tampoco le hizo comulgar con pócimas identitarias. A Anguita lo admiramos por pedagógico, lúcido, tranquilo e insobornable. Programa, programa, programa, repetía con aquel deje suyo de maestro ligeramente redicho y enemistado con las prácticas corsarias de otros colegas.
Cuando el intento de golpe de Estado del 23-F corrió a encerrarse en el ayuntamiento de su ciudad, de la que era alcalde, como un Allende mudéjar o un Berlinguer menos pragmático que, de hecho, acabó por renegar del eurocomunismo, fuera lo que fuera el invento. Evolucionó desde la fe cristiana a la fe comunista, de la fe a la fe, con una entrega digna de un místico y su verbo flamígero, de hielo abrasador y fuego helado, luce más propio de un apóstol que de un ilustrado, que también era. Partido entre la nostalgia y el miedo, entre el recuerdo imborrable y la sospecha que siempre me provoca la memoria, tan puta, recupero una extraordinaria -por reveladora- entrevista que le hizo Pablo Iglesias en 2015.
Me encuentro con alguien que a menudo habla en términos religiosos, de iluminaciones, creencias, militancia. «Se llega a la izquierda tras una lucha interna, espiritual, muy fuerte», sostiene a partir del minuto 4:19, «son años de crisis, de dudas tremendas. Tú no cambias el ropaje... no digo ropaje, es tu piel... tú no cambias el ropaje de la noche a la mañana, por eso puede entender que en las personas hay un cambio político, filosófico, pero cuatro cambios ya me parece una indecencia. Ese cambio es que uno hace una opción, y la hace con tanta fuerza como vivió su fe. Es porque uno es un temperamento religioso. Pudiera ser...».
Crecimos convencidos de que Julio Anguita era el gesto flexible y la muñeca lábil de una izquierda en reconstrucción tras la ruina soviética, frente a la ortodoxia carrillista y la mineral ingenuidad de Gerardo Iglesias, y descubrimos que no, que de eso nada, y no sólo por el rechazo de lo que vino en llamar Maastricht, sino porque se debatía entre su lealtad a la Constitución, intachable, y ciertas (letales) sospechas contra los ecosistemas políticos liberales y el republicanismo bien entendido. Quien sabe, ay, si el llamado régimen del 78 no acabó por parecerle una cosita entre matrix e idiota, entre farisea y repleta de claroscuros. «Bueno, es que yo no sólamente luché por la libertad. Y habría mucho que discutir sobre esta libertad...», dice en otro momento.
Uno entiende y lamenta que ahí arranca tanto la demolición del noble papel que entonces ocupó el PCE como el ataque contra el relato de Transición. La conclusión, desesperada, no empaña el agradecimiento. A diferencia de sus sucesores, como el citado Iglesias, fue un hombre que nunca trapicheó con los principios. Tampoco coqueteó con los fervores populistas ni aceptó nunca que entre las servidumbres del oficio estuviera el de hacer el payaso. Si algo lo distinguía fue la obsesión por convencer. Esa apuesta suya conmovedora por un diálogo que a menudo derrapa rumbo a la homilía, pero que no renuncia a seducir intelectualmente ni trata al interlocutor de imbécil.
Sufrió campañas atroces. ¡La pinza!, gritaban los mismos que estos días reparten carnets de fachas y puros y que entonces cobraban del felipismo y callaban de los Gal. Es cierto que algunos discursos suyos hoy me provocan graves dificultades. Pero yo, igual que Bob Dylan, no siento sino afecto por aquellos que navegaron conmigo.
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