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De Madrid dijeron que era un poblachón y que le faltaba el mar, pero los toreros, los escritores, los tunantes, los políticos y los músicos saben que si no triunfas junto a la diosa Cibeles te quedarás en joven promesa octogenaria, muerta de asco en provincias. Madrid, ciudad de gatos, Capital de la Gloria, ha dado poetas, buscones, reyes y, desde luego, alcaldes que perviven en la memoria. José Luis Martínez-Almeida es uno de ellos. Prefiere Notre Dame al Amazonas, más que nada para joder a los ecólotras y los cursis, aunque también por Victor Hugo, claro, y el Paseo de los Melancólicos a Concha Espina. El regidor motorizado, «Cara Polla» para los resentidos, fue importante durante el año de la peste. Como aquel Sean Thornton que regresa a Innisfree para conquistar a Mary Kate Danaher diga lo que diga el irascible Will Danaher, estuvo donde había que estar sin presumir ni hacer de cada gesto una declaración de guerra.
Ahora dos periodistas, dos escritoras formidables, Carmen Morodo y Pilar Gómez, le han escrito un libro limpio de azúcar. Un tratado de reporteros en la trinchera. Libre de pachuli y armado de una potencia antirretórica poco usual en los ejercicios, entre narcisos y cesaristas, que acostumbran a ser los volúmenes sobre políticos. Por supuesto está ametrallado con simpatía, porque ya me dirán si es plan dedicar meses de tu vida, después de meterle tropecientas horas al periódico, a redactar una monografía de un tipo que te parece un hijo de puta. Pero no caen en la adulación grimosa. Como tampoco lo hizo Rita Maestre, portavoz municipal de Más Madrid, cuando en el pleno del 17 de abril reconoció, dirigiéndose al alcalde, que había hecho «un esfuerzo por no enrarecer más el ambiente con la política de las salidas de tono, de las descalificaciones y los brochazos, y yo creo que ese esfuerzo es especialmente visible en el alcalde, lo reconocemos y lo agradecemos. A ver si dura después de que se levante el confinamiento». Este discurso choca sobremanera con lo habitual en la trinchera patria, sembrada de cadáveres, donde ofrecer la mano al adversario parece un delito de lesa majestad. Pero es que como cuentan las autoras del libro, Martínez-Almeida, más cerca de Luis Aragonés que del típico centurión de la partitocracia, «descargó cajas de alimentos en la parroquia de San Pedro Regalado, en Puente de Vallecas, y en Valdebebas, dos de los barrios más castigados de la capital. Los madrileños valoraron muy positivamente su implicación directa y su cercanía, y todos aplaudieron el gran lazo negro que desde el 23 de abril luce en el arco central de la Puerta de Alcalá».
De Madrid al cielo, y entre medias del Canal de Isabel II, Plaza de Colón, Gran Vía, Puente de los Franceses y Chamberí al corazón de los españoles, más necesitados que nunca de figuras con vocación de servicio público. Su estilo, que parecía el de un killer, evolucionó por encima de las banderías, los navajazos, la frustración, la caricatura y el odio, que zumba como un millón de avispas en el ventanal de las tertulias. Pilar Gómez y Carmen Morodo cuentan la «historia de un político que no iba para político, que acertó al tomar unas decisiones contrarias a las que debería haber tomado en el orden estructural de su organización política, y que consiguió unir el aplauso sin distinciones de colores de partido en los peores momentos que ha vivido España desde la Guerra Civil. Es una reivindicación de la política por y para el bienestar colectivo, con las sombras que deja el futuro incierto que se abre con las nuevas responsabilidades orgánicas que el alcalde de Madrid ha asumido como portavoz nacional de su formación política». El alcalde de la vespa, que cruzaba la emperatriz de las ciudades como Gregory Peck de reportero por las calles de Roma, tuvo su bautismo de fuego y sangre con miles de madrileños boca abajo, ahogados sin poder despedirse, mientras el gobierno de la nación hacía mutis, delegaba su responsabilidad entre las taifas y transformaba a la Comunidad de Madrid en una gigantesca diana.
Sostiene el alcalde que cuando tomó posesión «algunas personas me avisaron de que, durante mi mandato, casi con toda seguridad tendría que afrontar algún tipo de tragedia. Mis antecesores vivieron atentados devastadores, como el del 11-M, incendios de edificios, accidentes terribles de avión…
Ahora sé que nadie se puede preparar para una tragedia como la que ha caído sobre la ciudad de Madrid. En cuanto a muertes de personas, la pandemia de la Covid-19 ha supuesto casi un 11-M diario durante semanas. ¿Qué político, qué sociedad, puede permanecer impasible ante semejante situación?». El momento crucial llega en el interior del Palacio de Hielo: «Sobre la pista blanca y destellante, había un montón de filas de goma negra sobre las que se habían colocado 480 ataúdes de madera barnizada. El silencio era sobrecogedor. Unas lonas comerciales del Día del Padre y de la Navidad cubrían aquel descorazonador depósito de cadáveres. Y bajo ellas, los cuerpos de cientos de padres, madres, hijos, abuelos, y, en definitiva, seres queridos. Todos con sus vidas dispares, sus ilusiones, sus miedos y sus almas». Al volver a la calle un rayo de sol anaranjado besaba las calles pero el alcalde seguía congelado a pesar del anorak de última generación. «Se nos había helado el alma», dice. Añade algo más. Algo crucial para encarar las tragedias dispuesto a hacer algo. Los ataúdes disolvieron la niebla de los números. De pronto tienen una corporeidad indiscutible y mostrenca. Blindada a la propaganda. «Las cifras habían adquirido realidad», explica, «una realidad gélida y escalofriante. Para gobernar, gestionar y administrar, además de datos es necesario tener una percepción adecuada de lo que sucede, por muy doloroso que sea».
Leyendo este libro, que se bebe como un thriller no puedo no evocar al Rudolph Giulliani que en la Nueva York del 11-S, entre escombros que fumaban asbestos y miles de cadáveres volatilizados, subió a las ruinas todavía humeantes para decirle a los neoyorquinos que no estaban solos y que podían contar con su alcalde. Cierto que, pasado el tiempo, Rudy enloqueció y hoy anda a la busca y captura del pufo electoral y a demostrar que la tierra es plana y que el Apollo no llegó a la luna. Pero en el Manhattan soleado y mortal de hace 20 años la actitud y las palabras de ese hombre fueron esenciales para que una ciudad camino de la morgue despertara del shock. Yo dudo mucho que Martínez-Almeida, que no va de prima donna ni cultiva ínfulas de superhéroe abandone su guión de hombre tranquilo. El portavoz del PP, amamantado en el aguirrismo y ahora jinete a su aire, quedará como el tipo que cosechó aplausos a izquierda y derecha. «El 22 de junio, en una entrevista con Carlos Alsina en Onda Cero, el periodista le preguntó: «No sé qué le más ilusión, si el elogio de Felipe González o el de Belén Esteban [’'¿Sabéis el único que me ha dado confianza? Almeida, el alcalde de Madrid’']. Tiene usted un abanico amplio de seguidores, pero tampoco le voy a poner en el compromiso de responderme». El alcalde de Madrid contestó: «Pues desde el punto de vista político, el de Felipe; desde el punto de vista humano, el de Belén. Dejémoslo ahí».
Absténganse de esta lectura los políticos rodeados de asesores de imagen, pues no entenderán nada, y los votantes convencidos de militar del lado de la luz, porque les decepcionará la figura de un alcalde que entiende la empatía o la apuesta por el diálogo como sinónimo de debilidad. El resto disfrutará de la peripecia de un tipo que «lo primero que hizo cuando se levantó el estado de alarma fue romper la soledad del confinamiento al lado de los bomberos, en un almuerzo en un sótano lleno de mesas y sillas de plástico en la Dirección General de Emergencias de la Casa de Campo».