Análisis

Cambios, ciclos y pandemia

Las elecciones en tiempos de coronavirus revelan la importancia de la gestión y la política útil alejada de eslóganes vacíos y caducos

Voto virus
Voto virusPlatónIlustración

Una de las muchas incertidumbres que nos trajo el coronavirus fue conocer el alcance de la influencia que la gestión de la crisis tendría en el futuro de los líderes políticos. Si la pandemia, esa criatura mítica, como la llama Alessandro Baricco, se llevaría por delante a todo aquel que gobernara lo difícilmente gobernable. Los índices de popularidad de los mandatarios se medían con lupa y se precipitaban a bajos niveles a medida que las desgracias se extendían por todos los rincones del mundo. Solo algunos de ellos se salvaban: Angela Merkel o Jacinda Ardern se convirtieron en paradigmas de buena gestión frente a los excesos de Donald Trump o Jair Bolsonaro. Eso es lo que ocurría en otros países, pero ¿qué pasaba en España? Aunque en una primera fase el Gobierno asumió el mando único (y nos llevó a un marco mental casi de guerra contra el virus), la mayor parte de la crisis se ha gestionado en clave de lo que se dio en llamar cogobernanza y que no es más (ni menos) que compartir decisiones y responsabilidad con las comunidades autónomas. Así que la pregunta de qué sucedería si se votara en nuestro país, podía extenderse a las regiones y ahí, a falta de generales, sí hemos tenido varias oportunidades para conocer cómo los ciudadanos responden ante una circunstancia tan excepcional. Frente a lo que pudiera parecer obvio a primera vista, la pandemia no siempre ha pasado factura a quien gobierna: el comportamiento de los ciudadanos en las urnas no está marcado por una sola coordenada, sino que tiene muchos condicionantes.

Patrones que se repiten

Desde que el coronavirus se cruzó en nuestras vidas, ha habido elecciones en Galicia, País Vasco, Cataluña y Madrid. Es cierto que cada uno de esos territorios tiene unas peculiaridades y características propias innegables, pero también que todos comparten el sustrato común de la anormalidad que atravesamos. Los primeros en enfrentarse a la reválida fueron Íñigo Urkullu y Alberto Núñez Feijóo. Si leyéramos los resultados solo en clave pandémica, podríamos concluir que obtuvieron el aval de los ciudadanos a su gestión. Meses más tarde, el pasado febrero, Cataluña pasó por las urnas y aquí los resultados sí cambiaron algo la situación previa: el PSC arrebató a Ciudadanos el título de vencedor, pero siguió los pasos de Inés Arrimadas y ni siquiera ha optado a la investidura. En el microcosmos de los partidos independentistas también se produjo un vuelco y ERC adelantó a JxCAT. Cataluña se convierte así en una excepción autonómica, ya que las elecciones de la Comunidad de Madrid, elevadas casi a rango nacional, vuelven a reproducir el patrón de Galicia y País Vasco. Y con más fuerza: los 65 escaños de Isabel Díaz Ayuso son más del doble que los que obtuvo en 2019. En Sol se muestran convencidos de que la gestión de la pandemia ha sido el espaldarazo para la candidatura del PP y, como si fuera la otra cara de la moneda, la vicepresidenta Carmen Calvo achaca la contundente derrota del PSOE al «desgaste» de gobernar en pandemia que, asegura, «altera mucho los estados de ánimo». Un argumento difícil de defender: choca con los buenos resultados obtenidos en Galicia y País Vasco por quienes estaban al frente de los gobiernos regionales; y también, claro, con lo sucedido en Madrid el pasado 4 de mayo. En todas estas citas con las urnas, la gestión ha sido premiada y respaldada con votos. Si buscamos, a partir de estos comicios, un patrón de comportamiento ante las elecciones celebradas a lo largo de estos complejos meses, descubrimos que, más allá de la pandemia (o más bien en un sustrato inferior que se mueve bajo el radar omnipresente del coronavirus), los ciudadanos siguen votando por el motivo fundamental por el que se ha hecho siempre: aspirar a que quienes les representan en las instituciones públicas mejoren las condiciones en las que desarrollan su vida.

El valor de lo cotidiano

Aunque la campaña de Madrid ha transcurrido marcada por la tensión y una innecesaria agresividad, empujada por una exagerada ideologización, al final, las propuestas han tenido un peso determinante en el resultado: tanto en los buenos como en los malos (por comparecencia o incomparecencia). Ayuso y Mónica García han apoyado más sus intervenciones en sus ofertas concretas para resolver las necesidades de los madrileños que en discusiones ideológicas frentistas más propias de los años 30 del siglo pasado. Lo cotidiano frente a disertaciones irreales.

Una de las principales conclusiones de los comicios, en la que coinciden demoscópicos y politólogos, es el comienzo de un cambio de ciclo: inercias electorales que empiezan a virar y el sentir general que apunta hacia otras direcciones. Además de lo obvio (basta ver el mapa de Madrid teñido de azul cuando hace dos años el color predominante era el rojo), los resultados hacen vislumbrar o adelantan también otra transformación: la de dejar a un lado los grandes eslóganes y frases que solo buscan enfrentar para volver al espacio más esencial y básico de la política, que es resolver y facilitar la vida de los ciudadanos. Y es, precisamente, en esta clave en la que puede interpretarse lo que ocurrió en Madrid y que evidencia un aval a la gestión del PP. La pandemia, además de someter a nuestras sociedades a una brutal prueba de resistencia, devuelve a los ciudadanos la certeza de la necesidad del voto práctico y alejado del abuso del márketing vacío: el 4-M como punto de retorno a la política útil.