Análisis

La cuestión de Estado

¿Cómo es posible que España sea frontera sur de la Unión Europea y no se haya logrado sellar nunca un pacto de Estado sobre inmigración?

Europa migraciones
Europa migracionesPlatónIlustración

Resulta complicado abstraerse esta semana de las imágenes de miles de personas intentando entrar en Ceuta. Familias enteras, menores, jóvenes buscando desesperadamente pisar la ansiada Europa, en cualquier circunstancia y frente a todo riesgo. Y también resulta difícil evitar dos de las palabras más usadas en los últimos días pero que, con mayor rigor, permiten enfocar la verdadera dimensión de la crisis abierta con Marruecos: geopolítica y unidad. El primer término parte de una evidencia que recogen los mapas y es que es nuestro vecino del sur. Siempre ha sido así y siempre lo será, lo que convierte las relaciones con el reino marroquí en prioritarias y los conflictos que puedan surgir en crónicos. El Finantial Times recogía en uno de sus editoriales que lo que ha ocurrido en Ceuta puede ser «algo que comience a generalizarse». Aunque es cierto que hasta ahora no se había producido una actuación de tal magnitud en la frontera que separa Marruecos y España (la más desigual del mundo), sí lo es que cada vez más los «países esclusa», esos que sirven de límite físico entre dos realidades desconectadas entre sí, juegan más sus cartas geográficas. Aprovechan su ubicación para presionar (o chantajear, directamente) a los estados a los que sirven como muro de contención. Sucede con Turquía, que ha sabido utilizar su posición de freno de Oriente Medio con la Unión Europea, y ahora Marruecos se aprovecha de este perverso recurso. La toma de conciencia de que esto siempre va a ser así nos lleva inevitablemente al otro término protagonista de la semana: la unidad.

Intentos fallidos

Aunque es una palabra recurrente en la política española, adquiere todo su alcance cuando nos enfrentamos a un hecho que afecta a la soberanía nacional. Si en las primeras intervenciones del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y del líder del PP, Pablo Casado, tras desatarse la crisis en Ceuta quedó patente la voluntad de ambos de cierre de filas, el espejismo se ha ido diluyendo. El cruce de declaraciones en el Congreso el pasado miércoles acabó con la duda (razonable) de si sería posible ir un paso más allá. Evidenció que, de momento, queda lejos que Ejecutivo y oposición sean capaces de lograr una imprescindible colaboración en inmigración o en política exterior que se prolongue en el tiempo más allá de la mera emergencia puntual.

El pasado mes de diciembre Canarias se enfrentó a una crisis migratoria de grandes dimensiones. No era la primera vez. Las escenas en el muelle de Arguineguín recordaban a la crisis de los cayucos que en 2006 ya sacudió las islas, pero esta vez se añadía el contexto agravante de la pandemia. Ya entonces, hace cinco meses, lo terrible de la situación provocó que comenzara a hablarse de la necesidad de armar el consenso para lograr un pacto de Estado en cuestiones migratorias. Desde el PP se defendía un acuerdo al máximo nivel en un ámbito tan sensible y al que España está abocada a dar una respuesta adecuada y satisfactoria como frontera sur de la Unión Europea. El Gobierno recogía el guante, incluso llegó a plantearse una nueva ley de Extranjería que sustituyera a la de 2000, y empezó a tomar forma la posibilidad de un pacto entre las dos principales formaciones que superara el ámbito partidista y aspirara a fijar una política de Estado que se mantuviese a través de las legislaturas. No pudo ser. Como no lo ha sido, sorprendentemente, en las más de cuatro décadas de democracia. Desde los Pactos de La Moncloa en el 77 (el primer gran acuerdo transversal), se han firmado en España seis pactos de Estado: sobre el sistema autonómico y su desarrollo, contra el terrorismo (primero el de ETA y luego el yihadista), respecto a las pensiones, el de Justicia y otro para luchar contra la violencia de género. Cuestiones de profundo calado y recorrido que justifican el establecimiento de unos objetivos comunes.

Ante un reto crónico

Sin embargo, la cultura del pacto no ha alcanzado a otros ámbitos, de enorme importancia para un país, como es el caso de la inmigración (dejaremos la sanidad y la educación para otro análisis). Cada crisis migratoria que sufre España vuelve a plantear la necesidad de alcanzar un acuerdo que evite soluciones cortoplacistas o demasiado concretas. No se ha avanzado en un plan común, pese a que los acercamientos de diciembre evidenciaron los muchos puntos en común entre las políticas que plantea el PP y los postulados que defendía el PSOE a través del ministro de Inmigración, José Luis Escrivá, y que iban en la línea de afrontar «el reto demográfico y garantizar la sostenibilidad de nuestro Estado de bienestar».

En este mismo sentido ya se manifestó Angela Merkel cuando la crisis de los refugiados sacudía al Mediterráneo oriental en 2015: consideraba esta llegada como «una oportunidad, no como un riesgo» y apelaba a la integración «por razones humanitarias en una economía fuerte». De aquello, que tuvo un enorme coste para la canciller, han pasado seis años, su retirada política es inminente y aún queda pendiente la construcción de un proyecto migratorio común en Europa. Vemos que la unidad, tan necesaria, es compleja de alcanzar a todos los niveles, tanto el nacional como el europeo. Y aunque el conflicto con Marruecos no es solo una crisis migratoria (o no lo es, desde luego, en el sentido estricto), sí nos sitúa de nuevo ante un reto crónico de tal relevancia que España no puede renunciar a afrontarlo. Es una cuestión de Estado.