Análisis
Aristóteles, Montesquieu y el choque sin fin
La onda expansiva de los indultos reabre el debate jurídico sobre una medida que difumina el equilibrio de la separación de poderes
A punto de perpetuarse en la desavenencia infinita, el desafío independentista sigue su curso firme y arrollador. La España de la última década ha cambiado de jefe de Estado, ha visto triunfar la primera moción de censura con la Constitución del 78, ha asistido al auge y (casi) caída de la nueva política, ha intentado aprender a convivir con el multipartidismo y hasta ha capeado (está capeando) una pandemia. Todo se mueve. O casi todo, porque el soberanismo se aferra al pulso que inició en 2012 (aunque el «no» a la independencia siga creciendo, según establece la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat) y acaba de desatar su enésima tormenta a cuenta de la posible concesión de los indultos: ese elefante en la habitación al que los politólogos recurren como metáfora para explicar verdades o hechos evidentes que son ignorados o aquellos problemas o riesgos de los que nadie quiere discutir. Es un tema que ya no se puede evitar. Al margen de las derivadas políticas que la toma de esta decisión pueda tener para el Gobierno, para la redistribución de los equilibrios en el Congreso o, incluso, en clave interna para los propios socialistas, las implicaciones de la medida de gracia alcanzan otros espacios de nuestro ordenamiento jurídico y van más allá de coyunturas circunstanciales: afectan a este y a cualquier otro caso.
Límites controvertidos
Aunque Montesquieu ha pasado a la historia como el diseñador de la separación de poderes, fue Aristóteles quien, algunos siglos antes, esbozó la estructura que da sostén a los sistemas democráticos. El filósofo francés la perfeccionó y las aportaciones de ambos marcaron las reglas de un juego que, hasta el momento, se ha demostrado el más equilibrado para garantizar el reparto del poder. Y, ahora, la onda expansiva generada por la posible concesión de los indultos a los condenados por el procés le afecta de lleno al provocar un choque institucional de primer nivel entre el Gobierno y el Tribunal Supremo, o lo que es lo mismo: entre el Poder Ejecutivo y el Judicial.
Aunque un conflicto de competencias pueda resultar habitual (otros casos recientes han sido el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general tras haber sido ministra de Justicia o las intromisiones en el Legislativo por el recurso más que frecuente a los decretos), el enfrentamiento tan abierto y directo que han generado los indultos erosiona de manera evidente la siempre delicada convivencia entre las distintas fuerzas del Estado. Refleja la difícil cohabitación entre una sentencia firme, que está ejecutándose, y la aplicación de una medida de gracia que responde al espíritu concreto que inspiró la ley en la que se recoge. En este caso, además, una norma que data de 1870.
Este evidente y marcado anacronismo es una cuestión que genera debate y controversia entre los juristas: muchos abogan por su reforma y otros apuestan, directamente, por su eliminación. Entre las razones que mueven a su rechazo se encuentra, precisamente, la intromisión que supone en la actividad del poder judicial, al corregir a través de una decisión ejecutiva una resolución ya firme. Es decir, nos topamos con la distorsión a la necesaria separación entre los poderes. Y si estamos ante una medida que provoca polémica tendría que ser el tercero en discordia, es decir, el poder legislativo, el que abordara cualquier posible cambio en la regulación de la figura del indulto (por lo demás, y mientras tanto, perfectamente válida y ajustada a nuestro sistema jurídico). Además de la propia complicación del encaje entre los tres poderes, estas tensiones aumentan el riesgo de que se debilite la credibilidad de las instituciones y se ahonde en el desapego con los representantes públicos: más aún cuando son ellos mismos quienes alimentan las dudas.
Un plus de responsabilidad
Nada más conocerse el informe del Supremo, el presidente del grupo parlamentario de Unidas Podemos, Jaume Asens, aseguró que «el tiempo de los jueces como guionistas de la política ha terminado». Y en esta frase (que derriba las bases de la democracia) se encuentra el germen de la confusión entre la potestad de los jueces, que hacen cumplir la ley, y la de los responsables públicos, que representan la soberanía nacional, elaboran las leyes y desempeñan cargos del Ejecutivo. Este mensaje, repetido con demasiada frecuencia, confunde el reparto de papeles y es el último de los daños colaterales que la prolongación en el tiempo del desafío independentista ha generado. A los políticos es necesario exigirles un plus de responsabilidad en sus declaraciones y actuaciones para evitar añadir dudas sobre el papel que desempeña cada uno en la vida pública.
Es en este punto en el que las recetas aristotélicas resultan imprescindibles, apelando a esa cuota de ética inherente a la política y que obliga a quienes la ejercen a no añadir confusión a la sociedad y a limitarse al estricto cumplimiento de la ley. Lo contrario solo añade caos a la relación de los ciudadanos con las instituciones, genera desconfianza, alimenta populismos y termina por enturbiar la vida en común. De ahí que sea necesario perfeccionar el engranaje entre los tres poderes del Estado a través del estricto respeto a las esferas del legislativo, del ejecutivo y, por supuesto, a la labor del judicial. Para que siga en vigor la mítica frase de Montesquieu en la que aseguraba que «los jueces deben ser la voz muda que pronuncie las palabras de la ley».
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