Jorge Vilches

Las anteojeras en el PP

La política del quítate tú que me pongo yo llevó a la desafección

Un partido político es una maquinaria muy delicada. Si muchas manos juegan con él es posible que se caiga y deje de funcionar. Un mecanismo tan complicado depende de sus dirigentes. No hablo solo de la dirección nacional, sino de todos los cargos de responsabilidad. El motivo es que lo ocurrido en ámbitos pequeños puede ser magnificado por los adversarios hasta convertirlo en un estigma general del partido. No hace falta poner la corrupción del PP madrileño de épocas anteriores para comprender este aserto, o la trama del PSOE andaluz. Manchada una parte, el adversario tizna al resto del partido.

Lo mismo se puede decir de las disensiones internas aireadas en los medios. Ya lo dijo Ostrogorski hace más de cien años: los partidos tienen un liderazgo identificado con un programa al que todo debe supeditarse si se quiere competir en la democracia pluralista. Nadie hasta hoy ha demostrado que esto sea falso. Una prueba es la democracia interna. Se vendió como el ejercicio libre y competitivo de distintas opciones, dirimido en el momento del voto, y ha acabado siendo, salvo excepciones, un acuerdo previo y discreto entre dirigentes para llegar en paz a los congresos.

Tampoco ha funcionado la consideración de un partido como la reunión de señoríos territoriales. Ni a la izquierda ni a la derecha. El PSOE tiene a los socialistas catalanes, que marcan su propia estrategia desde hace décadas y les perjudica en el resto de España. A Unidas Podemos no le ha salido el negocio de las «confluencias», dispuestas ahora a embarcarse en una nueva aventura con Yolanda Díaz,. En estos casos lo que falla es la articulación de la convivencia, la gestión de las decisiones, y la idea del partido. El PP se está metiendo en esta dinámica.

No se trata ya del servicio público y la canalización de demandas, todo en aras del progreso de un país, del bienestar general o la resolución de conflictos. Esta no es la prioridad dentro de los partidos cuando lo que se juega es la preponderancia de unos sobre otros, las ambiciones y la soberbia. Cuando esto ocurre, la distancia entre los dirigentes, todos ellos, y la realidad, lo cotidiano y diario, es tan grande que el resultado se mueve entre el fracaso y la estafa. Porque el cargo de representación que ostentan, y que se paga con dinero público, no es para que ocupen su tiempo en cuitas internas, de campanario y ombligo, sino para que resuelvan problemas sociales.

Los ciudadanos no son afiliados de un partido, sino penosos contribuyentes que delegan su soberanía en cargos partidistas que van a las instituciones. Si allí, y fuera, en congresos y canutazos, en pasillos y despachos, en redes sociales y prensa, esos políticos se solazan en el lodazal de la lucha interna es eso y solo eso lo que queda a los ciudadanos. ¿Qué importan a los camioneros que protestan los dimes y diretes entre Ayuso, García Egea y el resto? ¿O a los ganaderos cuando el precio del litro de leche ha vuelto a bajar y el ministro de consumo patrocina una campaña contra ellos? ¿O a los estudiantes universitarios que se movilizan esta semana que empieza contra las leyes de Castells?

Esa política ciega de quítate tú para ponerme yo es lo que llevó a la desafección general en la crisis de 2008, a la quiebra del bipartidismo, al cuestionamiento del sistema del 78, al desprecio a la Transición y a la monarquía, al desboque de los nacionalismos, y al surgimiento de los populismos. ¿No se ha aprendido nada, o es que las anteojeras del odio interno no permiten ver la realidad? Ya viene siendo hora de que se imponga el realismo político, imaginar el desastre por la torpeza de todos los que mandan, y poner sensatez.