Jorge Vilches

A la basura

Cuando la izquierda entra en La Moncloa, la separación de poderes sale por la ventana

El PSOE de Sánchez nos está dejando una democracia muy bonita. Ha convertido el parlamentarismo en una compra-venta descarada. La convalidación del decreto sobre la reforma laboral, como de los anteriores, no ha dependido de la bondad o conveniencia de la norma, sino de la capacidad de Sánchez para comprar los votos de los grupos parlamentarios. Gabriel Rufián lo dijo con su desparpajo habitual: no votamos a favor porque no nos han ofrecido nada a cambio.

Lo mismo ha pasado en el ayuntamiento de Pamplona, donde los diputados socialistas son autómatas al servicio de Sánchez, quien, desairado por la «traición» de los diputados de UPN, ordenó reprobar al alcalde. Esto es una degradación del principio representativo, que aleja a la ciudadanía de los cargos públicos.

No hay que olvidar que la desafección general y la degradación institucional son los dos primeros pasos del hundimiento de cualquier democracia. Si esto, además, se produce en un ambiente de creciente polarización e intolerancia, nos está quedando un panorama muy feo.

El desprestigio del parlamentarismo está en apogeo gracias a este PSOE. Podríamos hablar de la inconveniencia de un gobierno salido de las Cortes porque produce confusión entre el poder ejecutivo y el legislativo. O de los males del multipartidismo basado en dos ejes, el de izquierda y derecha, y el de constitucionalistas frente a nacionalistas. Pero el asunto va más allá. Tenemos un Gobierno empeñado en convertir las instituciones en órganos del sanchismo; es decir, en ponerlas al servicio personal del Presidente, ni siquiera de su partido o su electorado. Lo hace con el poder judicial, la corona y las Cortes.

La degradación del parlamentarismo tuvo su episodio más rotundo con la declaración de los dos estados de alarma. Quedó sentenciado por el Tribunal Constitucional que en realidad fueron de excepción por el recorte de derechos, y que pretendía evitar la fiscalización de la acción de gobierno. Si esto lo hubiera hecho un gobierno del Partido Popular, la izquierda política y mediática habría hablado de golpe de Estado fascista.

El sueño del totalitario, ese oscuro pasajero que acompaña siempre al izquierdista, es un Parlamento vaciado de funciones y de contenido. Es una cámara que sirva para aplaudir y decir que la decisión del Gobierno fue bendecida por la soberanía popular. Solo necesita una fórmula habilitante para legislar por decreto sobre cualquier cuestión, como la que proporcionaban los estados de alarma. Esto acabó, pero tiene otra, una que evita la discusión pública, la eficacia del decreto o de sus partes, y que permite obtener la pátina del apoyo soberano. Este Ejecutivo usa el rodillo del decreto para mercadear fuera del Congreso con sus aliados nacionalistas, y llegar al Parlamento solo para convalidar o derogar. Nunca ningún gobierno había abusado tanto de los decretos, que es una fórmula que hurta el debate por partes y las enmiendas parciales, con la excusa de la urgencia. No se trata solo del «batetazo» de la Presidenta, sino del desprecio a las funciones de control.

Ninguneó al Congreso cuando creó una mesa «bilateral» con los independentistas para tratar temas que solo competen al Parlamento porque afectan a la soberanía nacional. El parlamentarismo molesta a Sánchez, y se comprende. Es muy difícil explicar en persona algunas cosas, como la filtración de documentación secreta sobre Ucrania. O el vínculo entre traspasar la competencia de prisiones al Gobierno vasco, trasladar a toda prisa a presos etarras, e iniciar un pacto con Bildu para desbancar al PNV de la Lehendakaritza.

Es matemático: cuando la izquierda entra en La Moncloa, la separación de poderes sale por la ventana. Tan cierto como que la derecha no ha hecho nada por remediarlo cuando ha tenido el Gobierno, al menos hasta ahora.