Opinión
Cosa de gallegos
Yolanda Díaz y Alberto Núñez Feijóo representan un nuevo estilo político de hacer las cosas. Empatía, inteligencia, con altas dosis de prudencia, reconocida paciencia y astucia para actuar como buenos gallegos
Durante el siglo XIX e inicios del XX, no hubo ningún gobierno que no contase con ministros gallegos, siendo en 1903 la mitad del gabinete. Había carteras, como la de Justicia o la de Hacienda, que estuvieron reservadas a gallegos y estuvieron presentes hasta en veinte gobiernos diferentes. El fundador del PSOE, Pablo Iglesias Posse (no confundir con Pablo Iglesias Turrión), nació en la coruñesa ciudad de El Ferrol, la misma localidad natal de Francisco Franco. Cuando el general se sublevó en Marruecos, el presidente del Consejo de ministros de la República de España era otro gallego, el coruñés Santiago Casares Quiroga, que fue incapaz de reconducir el ambiente radicalizado fomentado por el «Frente Popular».
La leyenda de que «Galicia no da más que aguadores o ministros», se convirtió en realidad ante la omnipresencia de gallegos en el Madrid de la preguerra, que como José Calvo Sotelo -que también ocupó el ministerio de Hacienda, jefe de la oposición derechista y cuyo enfrentamiento con el presidente del Gobierno, el gallego Casares– fue el detonante de su asesinato el 12 de julio de 1936 a manos del socialista coruñés Luis Cuenca. Fue el inicio de la guerra civil.
Registradores de la propiedad y de Pontevedra fueron Manuel Portela Valladares y Pío Cabanillas. El primero empezó como redactor en Diario de Pontevedra y acabó presidiendo el Consejo de ministros en 1935, conocido por un célebre discurso: «El primer deber de todo gallego es hacerse rico». Cabanillas, ex ministro de Franco y de la democracia, fue clave en el último tramo de la dictadura y en los años decisivos de la transición, y acuñó frase que ilustra a la perfección la sorna gallega: «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!». Cerca de Pío estaba el lucense Manuel Fraga, que cobijó en su seno y apadrinó a Mariano Rajoy (de Pontevedra y registrador de la propiedad), cosechando fracasos con Alianza Popular en Madrid, pero que arrasó en Galicia con el PP. Durante la última legislatura de Fraga, el ministro de Sanidad de Aznar, otro gallego llamado Romay Beccaría, apadrinó a un joven delfín popular, Alberto Núñez Feijóo.
En las próximas elecciones, con toda probabilidad, habrá dos candidatos gallegos a la presidencia del Gobierno, Yolanda Díaz y Alberto Núñez Feijóo. Ambos representan un nuevo estilo político de hacer las cosas. Empatía, inteligencia, con altas dosis de prudencia, reconocida paciencia y astucia para actuar como buenos gallegos, que sin avisar esperan su oportunidad.
La vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo se postula como sucesora de Sánchez. Extrañamente querida y mimada por el Ibex, comunista de cuna, contrató a Pablo Iglesias como asesor, cuando concurrió a las elecciones gallegas en 2012. Cuenta que fue Iglesias quien la propulsó a entrar en el Gobierno. Trabajadora, «la primera en entrar y la última en salir», alabada por los empresarios, descrita por sus amigos como «familiar y afable», y con enorme capacidad para tender puentes y de «llevarse bien con todo el mundo». Yolanda Díaz, la comunista buena, forma tándem con la coruñesa Nadia Calviño, la persona de máxima confianza del presidente, y con más futuro que presente. Gallegas y mujeres.
Galicia significa inclusividad. Con una fuerte identidad cultural, orgullosos de su lengua como catalanes o vascos, el galleguismo no genera ningún problema en reconocerse políticamente como gallego a la vez que identificarse políticamente como español. El patriotismo dual, por el que lucharon los liberales en el Cádiz de 1812, los gallegos lo han aplicado con inteligencia. Por esto Vox nunca tendrá representación en Galicia. Necesitamos gallegos en la gobernanza de España, sean Feijoó, Calviño o Díaz.
Curiosamente el gallego más conocido, Amancio Ortega, nació en el viejo Reino de León. Y es que los gallegos, hacen y nacen donde les da la gana.
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