Algeciras

La misma semilla

Los que entienden que la yihad sacará a los musulmanes del yugo de los cristianos comparten ese desprecio por la vida, idéntico, y son cómplices bajo su silencio atronador.

Hace 78 años las tropas soviéticas liberaron a los pocos que quedaban con vida entre los barracones de Auschwitz. Nadie podía ni imaginar el dolor que el ser humano era capaz de infligir a sus semejantes hasta que conoció el horror de las cámaras de gas y se abrieron las monstruosas fosas comunes donde durante años se apilaron miles y miles de cuerpos.

Despojos de vida sin identidad que encontraron la muerte dentro de una factoría criminal, para eliminar «indeseables», diseñada por ciudadanos, responsables, cumplidores con su sociedad y con su tiempo, como usted y como yo. No se asuste, nadie le culpa de lo sucedido en Polonia, no se preocupe. Pero sepa que la semilla del mal no se repartió sobre la cabeza de unos pocos hombres al comienzo de la creación, sino que permanece imbricada en nuestros corazones desde que Caín sintió la punzada del odio. Matar o no, la paradoja de nuestro ADN, la esperanza demuestra civilización. Miles de kilómetros separan Algeciras del «lager» pero el instinto con el que se asesina a un inocente es el mismo que el de los «kapos» que cerraban la puerta de una cámara repleta de judíos. Ese patrón de maldad inapelable, indiferente hacia la vida, permite soportar a los que gritan bajo las falsas duchas o rematar a alguien con una katana en el suelo.

El terrorismo islámico se mueve como una serpiente preñada con los mismos huevos con los que la SS aleccionaba a sus cachorros: victimismo, fanatismo y violencia extrema. Los alemanes que empuñaron las armas querían acabar con la humillación del Tratado de Versalles. Los que entienden que la yihad sacará a los musulmanes del yugo de los cristianos comparten ese desprecio por la vida, idéntico, y son cómplices bajo su silencio atronador. Cuando se abrieron las puertas de los campos de exterminio la culpa inundó para siempre a las generaciones que no comprenden el mal ni lo toleran. Un sentimiento similar, ecuménico, como el que debería generar el cuerpo muerto de un sacristán tirado en una plaza.