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Constitución y razón europea
Nuestro destino político democrático está consustancialmente ligado al de la Unión. Hoy incluso más claramente que hace cuatro décadas, cuando iniciamos nuestro reencuentro
De las diversas dimensiones de nuestra democracia constitucional, que un día tan señalado como hoy se pueden evocar, quiero resaltar esta: su impronta europea y europeísta, presente tanto en la génesis de nuestra Ley fundamental como en su posterior desarrollo.
El proyecto de la unión europea representa el más alto umbral civilizatorio conocido, la conformación de un espacio de paz, donde siempre hubo guerra, de libertad y de progreso económico con cohesión social. La Constitución, cuyo cuarenta aniversario celebramos, nos permitió incorporarnos a él. Más aún, en la voluntad de los actores de la Transición el reencuentro político que la Constitución encarnaba era inseparable del reencuentro con nuestro ser y destino europeos. Y luego, con nuestro ingreso en 1986, en las entonces comunidades europeas, con el Gobierno de Felipe González, se convierte en la gran piedra de toque de la estrategia modernizadora del país.
En 1978, nuestros padres fundadores no podían, pues, sino servirse de los precedentes constitucionales del continente para definir a España como un «Estado social y democrático de derecho», como hoy lo haríamos, por cierto, cuatro décadas después, en un nuevo siglo, si tuviéramos que afrontar un proceso constituyente, y para atribuir a cada uno de los tres términos de la fórmula un significado sustancialmente semejante. Hoy, como ayer, la sociedad española, muy mayoritariamente, vincula el disfrute de la libertad a la existencia de mecanismos ciertos de control de un poder político que se expresa con arreglo a Derecho, que funda su legitimidad en la igualmente libre voluntad de los ciudadanos manifestada en elecciones periódicas, y al que se habilita para velar por la cohesión social. Hoy, como ayer, no hay mejor forma de organizar la convivencia para quienes teniendo memoria de la violencia, de la miseria y de la sumisión, quisimos escapar para siempre de ellas. La Constitución identifica y da sentido normativo a esta voluntad. Lo hizo en 1978, lo hace en 2018.
La Constitución previó, en su artículo 93, la cesión de competencias a una «organización internacional», como lo es hoy la Unión, que no iba a dejar de crecer con ellas. España ha suscrito los sucesivos Tratados que la han ido nutriendo, incluyendo el paso a la Unión económica y monetaria. Y en las dos ocasiones en que hemos reformado la Ley fundamental lo hemos hecho también para atender compromisos europeos, aunque por razones distintas: en 1992, para reconocer el derecho de sufragio pasivo de los ciudadanos comunitarios en las elecciones locales, como requería el Tratado de Maastricht; y en 2011, a iniciativa nuestra, y en un momento en que resultaba particularmente conveniente hacerlo, para asumir internamente, por todas las administraciones españolas, el cumplimiento de los objetivos de deuda y déficit, de los que depende –como pensaba entonces y pienso hoy– la sostenibilidad financiera del Estado Social.
Nuestra democracia constitucional no se entiende, pues, ni en su origen ni en su desarrollo posterior, al margen del proceso de la unión europea; está directamente ligado a él. Y en este sentido, no puede desdeñarse, teniendo en cuenta las dificultades, de orden procedimental y político, para llevar a cabo reformas de nuestra Constitución, la virtualidad actualizadora de la misma que se deriva del desarrollo de aquel mismo proceso, puesto que, recordemos, este puede implicar, de acuerdo con el artículo 93 citado y como ha confirmado nuestro Tribunal Constitucional, la cesión a las instituciones comunitarias, y a todos los efectos, de competencias contenidas en la propia Ley fundamental. En cierto modo, nuestra Constitución cambia a medida que lo hace el Derecho de la Unión. Y puede seguir haciéndolo.
Y hoy, en tiempos de incertidumbre política, aquí y fuera de aquí, cuando algunos consensos constitucionales se han debilitado, creo que podemos sostener que el anclaje constitucional europeo permanece firme entre nosotros, que sigue contando con un amplio respaldo de la sociedad española, a pesar de que esa incertidumbre se exprese tantas veces en forma de obstáculos, vacilaciones y pérdida de confianza en el entorno de la propia Unión.
Nuestro destino político democrático está consustancialmente ligado al de la Unión. Hoy incluso más claramente que hace cuatro décadas, cuando iniciamos nuestro reencuentro. Y hoy Europa juega, quizá más que nunca antes, un papel estabilizador de los fundamentales de la democracia, un papel estabilizador o de protección, ante el surgimiento, y el envite, de algunas nuevas fuerzas en el continente, un papel que hay que preservar, que debemos contribuir a preservar. Tengámoslo presente precisamente con ocasión de este aniversario, y ante un balance general tan positivo como el que, sin duda, por ser tan tangible, cabe hacer de este período de la historia de España.
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